35 Minutos y 19 Personajes. Los apóstoles reciben la noticia de la resurrección de Jesús por parte de las mujeres.
LA TUMBA VACÍA
Enrique Establés Giménez
PERSONAJES
MARÍA MAGDALENA
MARÍA, madre de Jacobo y Juan
SALOMÉ
JUANA
SIMÓN PEDRO
JACOBO
JUAN
ANDRES
FELIPE
BARTOLOMÉ
MATEO
SANTIAGO
JUDAS TADEO
SIMÓN el Zelote
JOSÉ de Arimatea
NICODEMO
2 HOMBRES de Emaús
JESÚS de Nazaret
ESCENA
Aposento alto: Sala con arcos, iluminada con lámparas, mesa central con luz, mantel y resto de vasos y algún plato. En banco y taburetes están sentados los apóstoles. Actitudes e pena, cansancio y temor.
Existen dos arcos en que están situadas las escaleras: unas que suben al aposento comedor y otras que suben a otro aposento que se supone está situado por encima.
POSICIONAMIENTO EN LA ESCENA
Sentados en bancos: Bartolomé, Felipe, Jacobo y Juan
En el lateral derecho: Mateo, Santiago y Simón
En el lateral izquierdo: Andrés y Pedro
Judas está de pie junto a la puerta del piso superior
Al entrar las mujeres se levantan Mateo, Santiago y Juan, y se sitúan de pie detrás de los bancos.
La escena está silenciosa. Andrés se arregla el turbante. Pedro se mesa la barba. Felipe despabila una lámpara. Simón golpea nerviosamente la mesa con un vaso vacío. Felipe bebe de una jarra y se limpia con el revés de la mano.
PEDRO. Lo he decidido y lo cumpliré. Yo siempre cumplo lo que digo. Mañana vuelvo a mi antiguo trabajo. Cojo los aperos de pescar y mi barca y a lo de siempre; a lo mío, para eso he nacido y es lo único que sé hacer. Le daré una mano de pintura a la barca y quedará como nueva. Saldré de noche, antes del amanecer y regresaré con las estrellas. Así, de esa manera nadie me verá. Nadie sabrá de mí... Me esconderé de la gente, de las risas, de las burlas, del ridículo... Incluso puedo irme al extranjero, allí donde nadie me conozca, donde nadie sepa la tragedia en la que estoy sumido.
JACOBO. Esto pienso yo también. Nos hemos convertido en los más miserables de la tierra. Hemos seguido durante tres años, hemos seguido, digo, una sombra, una ilusión. El corazón se nos llenó de luz y de esperanza. La vida iba tomando una nueva dimensión y realidad. Tenía sentido. Cuando estábamos con Él, mi pecho no cabía de amor, de proyectos, de santos deseos de paz y bien. Era como... era como caminar empujado por los ángeles. Él lo llenaba todo. Todo lo solucionaba. Estábamos embobados por sus palabras. El contacto con Él nos elevaba, nos hacía diferentes. Veíamos el futuro como embajadores, como restauradores del reino de Israel...
ANDRÉS. Y ya ves ahora... ¡Qué panorama! Ahora, ni siquiera nos atrevemos a mencionar su nombre. El Bendito de Dios que fue aclamado con hosanas y ramos a las puertas de Jerusalén hace apenas una semana, ha sido crucificado como un criminal. Su nombre es maldito y proscrito y nosotros también como Él somos malditos y proscritos. El odio y el encono de los judíos hacia el Rabí nos persigue y estamos expuestos a las burlas y escarnios. Tarde o temprano nos echarán mano y sufriremos la misma suerte que Él. Pero, ¿sabéis lo que os digo? A mí no me cogerán. Pienso aprovechar la oscuridad para esconderme donde nadie me conozca y olvidar de una vez para siempre que conocí alguna vez al Rabí de Nazaret. Olvidar de una vez por todas que escuché sus palabras... Olvidar sus milagros. (Gimotea y se recuesta sobre la mesa).
SANTIAGO. Mi vida está arruinada. Era demasiado hermoso para ser cierto. Mis ilusiones y mis planes han fracasado. Con el Maestro como jefe, como Rey, y nosotros, mi hermano y yo como lugartenientes, uno a la derecha y el otro a la izquierda, nos hubiéramos labrado un buen porvenir. Un porvenir seguro y honrado. ¡El más honrado del mundo! Pero ya veis... ¡El cántaro de nuestras esperanzas se ha roto! ¡Muerto! Señor, ¡muerte y de muerte violenta, cruel, infame! ¡Muerto en una cruz! ¡Santo Dios de Israel, ayúdanos! ¡Muerto en una cruz! La cruz que es lo más detestable, lo más aborrecible por nuestra raza. ¡La cruz que es maldita e inmunda, ha sido reservada para el Mesías! ¡Y todos lo han visto! (Se limpia los ojos con la punta de la manga)
BARTOLOMÉ. Horrible espectáculo: atado, clavado, desnudo, sangrando. La sangre chorreaba por todo su cuerpo lleno de moraduras y golpes. La sangre resbalaba desde la cabeza a los pies tiñendo el madero y el suelo y formando un charco que se bebía la tierra. No era reconocible, no parecía nuestro amigo y maestro. Estaba desfigurado y se retorcía bajo el dolor. ¡Pobre Jesús! Se me parte el corazón al recordar aquellos momentos. ¡Qué vergüenza, Dios mío! ¡Qué escándalo! Allí estaba agonizando aquel que era la vida del mundo. Él lo decía, y yo lo creía. Allí se moría el que calmaba las tormentas: tanto las del lago como las del alma. Allí se retorcía como un miserable aquel que dio esperanza devolviendo a la vida al hijo de la viuda de Naín. Allí se estaba muriendo el que sacó del sepulcro a Lázaro. ¡Que esto lo vi con mis propios ojos!
MATEO. Por cierto, parece ser que se ha ido a Betania, a un lugar desconocido porque también le persiguen y le quieren matar. Como es un testigo viviente de su poder, quieren hacerle desaparecer...
SANTIAGO. Era Lázaro quien tenía por las bridas al pollino el otro día a las puertas de Jerusalén. Se le veía lozano, radiante de gozo y alegría gritando hosannas a su Maestro y Señor.
BARTOLOMÉ. Pero el resultado es que está muerto. Es como una pesadilla, un mal sueño. Jesús está muerto y bien muerto, enterrado en la tumba de José.
SANTIAGO. Ese José de Arimatea me ha asombrado. Ha tenido un gesto que le honra. Venía muy poco con nosotros. Parecía que se escondía como teniendo vergüenza de ser considerado discípulo suyo.
SIMÓN. Es que es un hombre de peso. Ocupa cargos importantes en la función pública y también en el consejo del Sanedrín. Él ha padecido mucho estos últimos días. Me han dicho que estaba en el Sanedrín cuando decidieron condenar a Jesús pero que no votó a favor de su muerte. Levantó su capa, se tapó la cabeza en señal de protesta y desaprobación y abandonó la sala.
SANTIAGO. A mí me parece que es un hombre de la cabeza a los pies. A pesar de su dolor y decepción tuvo valentía para pedir a Pilato el cuerpo de Jesús, envolverlo en una sábana que compró y transportarlo al sepulcro. Fuera de las murallas de Jerusalén José tiene un huerto con una casita para el hortelano, un hombre viejo que le ciudad las legumbre y los frutales. Pues como os digo, en ese huerto, al fondo, José se hizo cavar un sepulcro que destinaba para él y su familia. Pues allí fue donde pusieron el cuerpo muerto de Jesús.
MATEO. ¡No quiero recordar el espectáculo! El sol declinaba. Negros nubarrones se acercaban por el horizonte rojizo. El viento era frío y eso, mezclado con los llantos, los gritos, las prisas y el cuerpo inerte del Maestro en una sábana. Llegamos al sepulcro y lo dejamos allí pensando volver en cuanto se pudiera para lavarlo y embalsamarlo. Ya era de noche. Entre todos hicimos rodar la piedra para tapar la entrada del sepulcro.
PEDRO. Y desde el día de la cena de la pascua estamos aquí, muertos de miedo y acongojados y deprimidos. Tres días sin acostarnos, sin lavarnos, sin comer. Tres días con las ventanas cerradas y con candiles como si fuera siempre de noche... De noche como en nuestros corazones. ¡Miraos bien! ¡Ved aquí reunidos a los ministros del Rey! ¡Me dais pena! ¡Me doy pena y me doy asco...! Tengo angustia y presión en el pecho, la inteligencia nublada por las dudas y las piernas temblando por el mido... Siento vergüenza por mí y por cada uno de vosotros. Cualquier ruido me estremece y parece que se me salta el corazón.
(Ruido)
PEDRO. ¿Qué ha sido ese ruido? (Pedro echa mano a la espada)
TADEO. ¡Voy a ver! (Silencio) (Vuelve) Son las mujeres que han vuelto del sepulcro. Vienen descompuestas. Dicen que el Señor no está allí. Preguntan si ha regresado Magdalena.
FELIPE. No, aquí faltan Tomás, Judas y Magdalena. Diles a las mujeres que suban.
JUANA. Esta mañana hemos madrugado para ir temprano a lavar el cuerpo de Jesús. Aún no había amanecido. Hacía frío... Por el camino pensábamos en lo necias que éramos, pues íbamos al sepulcro, pero, ¿quién nos iba a ayudar a mover la piedra? Se necesitan cinco o seis personas para removerla. Sólo estábamos Juana, María de los Alfeos, Salomé y Susana.
SALOMÉ. Y María Magdalena. Cuando llegamos al huerto, la puerta de la verja estaba abierta. Cruzamos el huerto y llegamos al sepulcro y... ¡Lo encontramos abierto, la piedra echada al suelo y la tumba vacía!
JACOBO. ¡Os habréis equivocado de tumba! Ya se sabe, las mujeres sois muy atolondradas.
SALOMÉ. No nos equivocamos de tumba. Era la tumba de José. La misma en la que pusimos el cuerpo muerto de Jesús hace tres días. Era la misma pues allí estaban, en unos saquitos, las libras de mirra y áloe que José de Arimatea compró para ungirle. Allí estaban las vendas que le ataban las manos y los pies. Allí estaba la sábana plegada y el pañuelo que le cubría el rostro...
MARÍA. Todo estaba plegado a un lado, intacto, como si Jesús nunca hubiera estado allí... Pero lo cierto es que Jesús allí no estaba.
JACOBO. No puede haber desaparecido así como así. Los soldados lo habrían impedido.
ANDRÉS. ¿Qué soldados?
JACOBO. ¿No sabéis que el sepulcro estaba custodiado por diez legionarios por temor, según decían, de que sus discípulos vinieran de noche y lo robaran?
ANDRÉS. No sabíamos nada de eso.
JUANA. Lo cierto es que me he dado cuenta de que el lugar estaba como pisoteado y en el suelo había restos de comida. Pero no le di importancia ya que cuando vinimos a enterrarlo era de noche.
SUSANA. Ahora que habláis de soldados... Al ir cruzamos unos cuantos. Las mujeres nos paramos junto a un porche para que pasaran. Ya sabéis cómo es esa gente, no respetan a nadie. Pues yo observé algo raro en ellos: hablaban fuerte, tenían el rostro desencajado, cubierto de sudor y miraban hacia atrás aterrorizados. Yo pensé que algo grave sucedía.
JACOBO. Si sé lo de la patrulla de soldados es porque ayer sábado me lo contó José de Arimatea. El Sanedrín, temiendo algo anormal, mandó asegurar y vigilar la tumba.
PEDRO. Me estáis asombrando y confundiendo. Vuestras palabras me sumen en la más profunda oscuridad y desorientación. ¡Todo cuanto decís es mentira! ¡No creo ni una sola palabra! ¡Cristo está muerto y bien muerto! Dejaos de patrañas. ¡No sé de qué os sirve venir con esos cuentos! ¿No pensáis que estamos bastante desgraciados así?
(Se oye un ruido. Pedro hace ademán de tomar la espada)
JUANA. Esa debe ser María. Id a abrirle.
(Susana sale y vuelve con Magdalena)
BARTOLOMÉ. ¡Y cierra bien la puerta!
MAGDALENA. ¡El Señor ha resucitado! ¡El Señor ha resucitado! ¡Lo he visto, lo he visto!
PEDRO. ¡Otra con la misma canción! ¿Os habéis puesto de acuerdo? Os aseguro que si es una broma, ésta es de muy mal gusto. Mírala qué sofocada, agitada y descompuesta está... Siempre serás la misma, siempre llamando la atención.
MATO. Déjala, deja que se explique.
MAGDALENA. Hemos ido al sepulcro y la tumba estaba abierta y Jesús no estaba dentro.
FELIPE. Sí, ya nos lo han dicho éstas.
MARÍA. Al ver la tumba abierta no nos atrevíamos a movernos de allí. El mido nos paralizaba las piernas. No teníamos fuerzas para bajar. Allí no había lámparas. Y, aunque había amanecido, la luz no penetraba hasta el fondo. Rozando las paredes entré en el interior y allí, tenté, palpé, llegué al banco de piedra donde yo sabía que habíamos dejado el cadáver de Jesús y al notar que estaba vacío, casi caigo desmayada...
JUANA. Y Magdalena empezó a llorar y a gritar, histérica perdida. Tropezó, se golpeó con las paredes...
SALOMÉ. Con el alarido de Magdalena nos asustamos aún más y salimos precipitadamente de allí. ¡Se lo han llevado! Pensamos. ¡Lo han robado o lo han trasladado a otro lugar!
JUANA. Mirando entre lágrimas de desesperación volvimos la mirada hacia ese triste lugar y vimos dos jóvenes...
SALOMÉ. Ángeles parecían...
FELIPE... ¡Hala! ¡Hala! ¡Lo que nos faltaba! Ahora ángeles por medio.
SALOMÉ. Parecían ángeles, pues sus vestidos blancos resplandecían en la oscuridad del sepulcro. Y entre el hipo, el temblor de piernas y el castañear de dientes nos parecía que decían... (A Susana) Dilo tú, que pareces más serena.
SUSANA. ¿Más serena? ¿Tú crees? Decían: Sabemos que estáis buscando a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí pues ha resucitado... Volved a Jerusalén y decid a sus discípulos y a Pedro que Jesús se encontrará con todos ellos en Galilea...
MAGDALENA. Entonces yo perdí el sentido y se me nublaron los ojos. La cabeza me estallaba y me puse a correr por el huerto, tropezando y cayéndome. Me equivoqué de orientación y no encontré la salida. Entonces me puse a llorar de una forma desconsolada.
PEDRO. ¡Eres una mentirosa, Magdalena! Siempre serás la misma. No has cambiado y creo que no cambiarás nunca. Serás siempre la mujer cortesana, romántica y soñadora. ¡Mientes! ¡Mentís todas! ¡Jesús ha muerto! Lo he visto sangrando. He visto la lanza clavarse en su pecho. Lo hemos trasladado a la tumba de José... No creo en vuestras historias. ¡Jesús ha muerto y punto!
MATEO. Sin embargo hemos olvidado que nos dijo algo así, como que al tercer día resucitaría.
FELIPE. Yo pienso que todo esto es un montaje de Caifás y de su camarilla. Han robado el cuerpo de Jesús para poder decir que hemos sido nosotros y así echarnos la mano encima y acabar de una vez con nosotros como hicieron con Jesús.
MARÍA. Pero, suponiendo que roban el cadáver, ¿por qué no llevarse también la mortaja con él? ¿Por qué entretenerse en dejarla tan bien dispuesta?
MAGDALENA. ¿Queréis escucharme un poco más? Termino enseguida. Estaba yo postrada sobre la hierba húmeda de rocío, llorando casi a ahogarme cuando oí detrás de mí unos pasos. Me volví y vi un hombre.
PEDRO. ¡Tú siempre con los hombres!
FELIPE. Déjala, no la aflijas más.
MAGDALENA. Oye, Pedro, ¿sabes? Eres rencoroso y cruel no conoces el amor de Dios. Me tratas como a una cualquiera y has de saber que he cambiado. No crees en mi conversión. No crees que di mis afectos al maestro y ha de saber, borrico galileo, que desde que vi a Jesús no ha habido ni habrá otros hombres en mi vida. Si no te fías de mí, es porque tú tampoco eres de fiar...
ANDRÉS. Basta ya, Pedro. No la interrumpas. Sigue, Magdalena.
MAGDALENA. Sigo... Allí había un hombre con una túnica blanca. Yo creí que era el criado de José, el hortelano que le cuida la finca. Pensé que ese hombre sabía algo y le pregunté: “¿Dónde has puesto al Maestro? ¿Dónde te lo has llevado? Dime dónde está para que me lo lleve... ¡No puedo vivir sin Él!”. Pero aquel hombre se quedó inmóvil, cabeza baja, como mirando al suelo y al cabo de un rato dijo: “¡María!”. Entonces quedé desconcertada. Conocí su voz. Sí, era inconfundible... ¡Era Él! ¡Mi Jesús! ¡Jesús de mi alma! Al escuchar mi nombre ya no dudé más. Era Él, pero algo había cambiado... Sentí deseos de abrazarle, de besarle, de estrujarle entre mis brazos. Me acerqué pero Él retrocedió y me dijo: “No me toques, María, todavía no...”
SIMÓN. ¡Visiones, eso es todo, visiones!
ANDRÉS. ¿Te dijo algo más?
MAGDALENA. Sí. Después de decirme que no le tocara añadió, y escucha bien, Pedro, escuchad todos vosotros. El maestro me dijo: “Anuncia a los apóstoles y también a Pedro que he resucitado y que me has hablado”.
SALOMÉ. En ese momento llegamos nosotras buscando a María y la encontramos hablando con Jesús. Escuchamos sus últimas palabras: “Decid a los apóstoles y a Pedro que he resucitado y que habéis hablado conmigo”.
(Pedro se levanta. Juan le sigue)
JUAN. ¡Espera, Pedro, voy contigo!
JACOBO. Todo lo que cuentan las mujeres es muy bonito para ser creído. ¡No puede ser! Jesús sabía que su muerte estaba cerca. Era muy inteligente se hombre. De pronto vio que todo se ponía en su contra, que todo se le torcía y precipitaba hacia un final funesto. En la cena pascual Jesús sentía una tristeza mortal.
MARÍA. No os pongáis tristes. Al contrario, deberíamos estar contentos, locos de contentos porque Jesús vive. ¡Jesús ha resucitado! No todo ha quedado en la inmunda cruz y encerrado en la tumba de José. ¡Jesús vive! ¡Jesús está de nuevo entre nosotros! ¡Ha resucitado!
SUSANA. Anda, comed algo. Os sentará bien.
SANTIAGO. Déjate de comidas. No me apetecen. No insistas. ¿No comprendes que no tenemos el cuerpo para eso? ¡Estamos asustados!
(Ruido en la puerta)
SANTIAGO. Id a ver, pero aseguraos antes.
JUANA. ¡Son José y Nicodemo!
JOSÉ. ¡La paz sea con vosotros! ¿Sabéis las noticias?
BARTOLOMÉ. Sí, creemos que lo sabemos todo pero no sabemos nada pues es difícil creerlo. Las mujeres han ido al sepulcro...
JOSÉ. Y lo han encontrado vacío, ¿verdad? Nosotros venimos de allí. ¡Jesús no está!
NICODEMO. La tumba está vacía. La noticia se sabe por toda la ciudad. Corre de boca en boca que el sepulcro estaba abierto y que, sin duda, los fanáticos discípulos de Jesús lo han robado. Y es más, dicen que vosotros decís que ha resucitado. No hay otra conversación en todo Jerusalén. También hablan de Judas.
SIMÓN. ¿Qué dicen de Judas?
NICODEMO. Lo han encontrado ahorcado en un árbol. Se había reventado y todo el paquete intestinal le salía del cuerpo.
SIMÓN. ¡Qué horror! Ese es el discípulo del cual el Maestro dijo que uno le iba a traicionar. No sabíamos la suerte que había corrido.
JACOBO. Yo tengo pena por Judas. No terminaba de encajar en el grupo. En cuanto vio que la actuación de Jesús no correspondía a sus deseos e intenciones dejó de creer en Él y en su misión y procuró deshacerse de Él, entregándolo a sus enemigos.
ANDRÉS. Yo pienso que nosotros no somos mejores que él. En cuanto se ha eclipsado nuestro sol estamos sumidos en las más profundas tinieblas y negamos como Pedro y vendemos al Maestro como Judas.
JOSÉ. Pero tengo algo más que deciros. En la casa de Caifás se acaba de realizar una reunión secreta y han llegado al siguiente acuerdo: “Acabar para siempre los rumores sobre Jesús y expulsar de las sinagogas y del templo a todo aquel que hable o comente, tanto en privado como en público, los asuntos relacionados con el sepulcro vacío o sobre la resurrección. Y por último, condenar a muerte a todo aquel que proclame que ha visto o ha hablado con el resucitado”.
TADEO. ¡Somos hombres muertos! ¡Nos van a aplastar como a hormigas! Creo que lo más prudente sería salir secretamente de la ciudad. Nos disfrazamos de pastores y salimos muy temprano de aquí. ¿Qué os parece?
MUCHOS. De acuerdo... Sí, sí, será lo mejor.
JACOBO. Pero en todo esto hay algo que me intriga. Hace rato que quiero razonar y no logro comprender. Me pregunto constantemente: si Jesús hubiera resucitado, ¿por qué no se ha presentado primero a los íntimos, a Andrés, a Felipe y no a unas mujeres? Ya sabéis lo poco que valora el pueblo las palabras de una mujer. No acabo de entender toda la historia del sepulcro vacío y de la resurrección de Jesús. Pero hay una cosa en la que ceo firmemente, y es en mi madre. ¡Mi madre dice que ha visto al Maestro y yo la creo!
(Ruidos en la puerta)
MATEO. Id a abrir. Serán sin duda Pedro y Juan que regresan.
JUANA. Voy enseguida.
MATEO. ¡Y cierra bien!
(Pedro y Juan entran)
PEDRO. Ahora creo, porque lo han visto mis ojos. El sepulcro está abierto y Jesús no está en él. ¡Malditos y malditos! ¡Malditos sean los que han secuestrado el cadáver del Maestro! No han respetado su muerte...
JUAN. Han robado el cadáver de Jesús y sin duda lo han tirado a la gehemna, donde se pudren los animales muertos.
PEDRO. Pero, ¡qué miserables somos y qué desgraciados! ¡Sin Jesús no somos nada! ¡Sin Él no somos nadie!
MAGDALENA. Pedro, no te aflijas sin necesidad. Es inútil darse de coscorrones. El Maestros vive. ¡Debes creerlo! ¡Ha resucitado, yo lo he visto! Y éstas, mis hermanas, también... Tienes que creer. Al que cree todo le es posible. Jesús me habló a mí, pobre pecadora, y te nombró a ti. Dijo tu nombre: “Ve y diles a Pedro y a los apóstoles...” Jesús sabe que estás apurado. Sabe que sufres. Sabe que el miedo y la incredulidad se han apoderado de tu debilidad humana. Sabe que ya no te quedan fuerzas para resistir.
PEDRO. Sí, aún me quedan y es... para llorar. Para llorar mi cobardía y mi pretensión. Yo que me creía el más valiente. Más que todos ellos. Yo que presumía permanecer junto a él aunque los otros le abandonaran... Yo que estaba dispuesto a sacar la espada para defenderlo... Lo he abandonada cobardemente... (Llora)
JUAN. No llores así. Se me rompe el alma al ver llorar a un hombre como tú, fuerte como un castillo al que nada le asusta y que arremete con todo. Tú demostraste tu amor por el Maestro al sacar la espada para defenderle y darle fuerte a la cabeza del criado del pontífice.
MATEO. Afortunadamente que no atinaste y sólo le cortaste la oreja, si no.. en menudos problemas te hubieras metido. Jesús puso la oreja en su lugar y es como si nunca hubiera pasado nada.
PEDRO. Pero, ¿es que no os dais cuenta de que sufro como una bestia? ¿Que me falta el aliento y la misma vida sin Él? ¿Qué soy hombre muerto, acobardado, apocado, pusilánime sin Él? Y Él... que es todo bondad incluso con los que yerran. Él que no mengua su amor con los que le traicionan y niegan... ¡Aún se acuerda de mí! ¡Se acuerda de mí! “Dile a Pedro...” Señor, ¡qué bueno eres, cuánto te amo!
JUAN. No te pongas así, que nos vas a hacer llorar a todos. Ya sabemos que le amas. Nadie lo ha dudado. Jesús también lo sabe. Has dejado todo para seguirle y has entregado tu persona a los ideales de tu Maestro.
PEDRO. Perdonadme todos, pero es que soy muy bruto. A ti, Magdalena, te pido perdón por las palabras ásperas y groseras que te he dicho. No tengo derecho a dudar de ti. Yo sé que tú también amabas al Señor.
MAGDALENA. Y le sigo amando. ¡Le amaré por la eternidad! Y tú, Pedro, y vosotros todos, seguid amando en vuestro corazón. Seguid confiando en Él. ¡El Señor vive! ¡El ha resucitado! No es el momento de perder el ánimo, ni resistir a la fe, sino por el contrario, desechad el pesimismo y juzgad las cosas en su aspecto favorable. ¡Os digo que el Señor vive! ¡Yo lo he visto y éstas también!
(Ruidos en la puerta. Pedro echa mano de la espada)
MATEO. ¡Id a ver quién es esta vez!
(Sale Juana y vuelve con los dos de Emaús)
JUANA. ¡Son los dos pastores de Emaús!
ANDRÉS. ¿De Emaús?
SALOMÉ. Ellos también son discípulos de Jesús.
PASTOR 1. ¡Paz a esta casa!
MATEO. Falta nos hace. ¿Qué queréis a estas horas? Aquí ya somos muchos y falta espacio. No podéis quedaros aquí.
PASTOR 1. No pensamos quedarnos aquí. Tan sólo venimos a deciros lo que ha acontecido en el camino y en la casa de éste; y luego, después de habernos escuchado, nos marcharemos a nuestra aldea. Mañana hay que sacar los rebaños.
PASTOR 2. Como muchos otros, nosotros también habíamos ido a Jerusalén para asistir a las ceremonias de la pascua, y a media tarde le dije a mi pariente: “Vámonos ya que no me gusta andar de noche”. Ya sabéis cómo están de inseguros los caminos. Y nos fuimos a buen paso. Íbamos comentando la noticia del día. Bueno, quiero decir, todo lo que se rumorea por Jerusalén, eso de la tumba vacía, del robo del cuerpo, hasta que asombrosamente nos alcanzó un hombre y se puso a andar a nuestro paso.
PASTOR 1. Hacía viento e íbamos envueltos en las mantas. No sé por qué, pero no tuvimos miedo. Llevábamos un buen trecho andando en silencio cuando el hombre nos preguntó: “¿De qué cosa tan importante estabais hablando?”. Yo le contesté extrañado: “¿Acaso eres tú el único que no sabe los trágicos sucesos que han acaecido en Jerusalén?”.
PASTOR 2. Entonces le hablamos de Jesús de Nazaret, que se había presentado como un profeta extraordinario, tanto en palabras como en maravillas. Le dijimos que la maldad de los jefes de los sacerdotes le había entregado a los romanos. Y que en el monte le habían clavado en una cruz. Le informamos que ese hombre prodigioso prometía la verdadera libertad... y nosotros habíamos creído que sería Él quien libertaría a Israel de la dominación romana.
PASTOR 1. Pero éste el tercer día de su crucifixión... y así íbamos diciéndole las cosas extrañas que se rumoreaban por la ciudad: la tumba vacía, que algunos lo habían visto, y otros sostienen que ha resucitado.
PASTOR 2. Él nos escuchaba en silencio y luego dijo: “Pero, ¡qué lentos sois para comprender la verdad! ¿Habéis olvidado todas sus predicaciones y advertencias que os hizo? ¿No os acordáis que os anunció por tres veces consecutivas que en Jerusalén sería entregado a sus enemigos, que le condenarían a muerte y que resucitaría al tercer día?”.
PASTOR 1. Además nos preguntó si nunca habíamos leído las Escrituras. Le dijimos que sí, que, aunque somos unos rústicos pastores, teníamos algo de instrucción, no mucha... Pero lo suficiente para saber algo sobre el Libro de Dios.
PASTOR 2. Entonces nos habló de Moisés y de los profetas. De todos los que esperaban la restauración espiritual de las almas. De los que necesitaban luz a sus ojos entenebrecidos, de los presos desesperados que esperaban la liberación y de los corazones destrozados que encontrarían descanso en el Mesías, el siervo de Dios.
PASTOR 1. A eso, ya habíamos llegado a la aldea. Estábamos cerca de casa y le invitamos a pasar la noche en nuestra choza que, aunque pobre, era limpia y acogedora. Parecía que tenía intención en seguir su camino... Insistimos en que ya era de noche y que...
PASTOR 2. Le insinué que no era prudente transitar sólo por los caminos y que, después de descansar, al día siguiente, con luz, podría continuar su viaje. Tanto insistimos que acabó por aceptar.
JACOBO. Pero, ¿a dónde queréis llegar con esa historia? ¿Quién era ese hombre?
PASTOR 1. Ahora voy a decíroslo, si me concedéis un minuto más. Encendimos fuego, pusimos un mantel blanco sobre la mesa, saqué de la panera una hogaza de pan y éste fue a la alacena y trajo un queso de nuestras cabras. Nos sentamos a la mesa y a la luz de la lámpara de aceite le entregué el pan. Me excusé porque estaba algo duro, pues habíamos amasado antes de la pascua. El hombre sonrió y partiéndolo lo bendijo y nos dio un trozo a cada uno.
PASTOR 2. Fue entonces cuando me di cuenta. ¡Le reconocí! Vi sus manos, y dando un codazo a mi hermano le dije: “¡Es el Maestro!” En ese momento desapareció... Desapareció de nuestra vista, no sé cómo lo hizo.
PASTOR 1. Habíamos comprendido. Ahora lo comprendíamos todo. Todo estaba muy claro. Nuestras pobres y entenebrecidas inteligencias, acobardadas por el miedo y el fracaso empezaron a comprender y nuestros corazones ardían de entusiasmo.
PASTOR 2. Dejamos todo y salimos hasta aquí, pensando que vosotros debíais saber lo que ha ocurrido.
PASTOR 1. Sí, dijimos: “Ellos deben saberlo”. Esa noticia tiene que alegrar a los amigos del Rabí de Galilea. Sabíamos que estabais aquí y aquí hemos venido.
FELIPE. No sois los únicos que hoy han tenido visiones. ¿Sabéis? Cuando se tiene miedo y hambre, la mente se pone enferma y produce ideas e imágenes, representación de cosas que no existen. Las mujeres también han venido con esas fantasías del Maestro: unas, en el huerto del sepulcro, y vosotros, en el polvoriento camino de Emaús. ¡Es difícil creer vuestras historias! Callaos y no nos atormentéis más... ¡Ya sufrimos bastante!
JESÚS. ¡Paz a vosotros!
TODOS. ¡Maestro! ¡Jesús! ¡Rabí! ¡No es posible! ¡Es una visión!
MAGDALENA. Os lo había dicho, no mentía.
BARTOLOMÉ. No puede ser. ¡Es un fantasma! ¡Ha entrado sin abrir las puertas!
JESÚS. Pero, ¿por qué decís esas cosas? ¿Por qué tenéis miedo? Miradme bien, ¡soy yo! Mirad mis manos, tocadlas, ved que son de carne y hueso como las vuestras. Palpad y ved, los fantasmas no tienen cuerpo como yo tengo.
SIMÓN. ¡Es verdad! ¡Es Él! Aquí están las señales de los clavos. Déjame que te abrace, Maestro.
(Algunos, no todos, le abrazan)
TADEO. ¡Es el Maestro, ha resucitado!
JESÚS. Claro que so yo. Por cierto, tengo hambre. ¿Tenéis algo de comer?
SANTIAGO. ¡Dice que tiene hambre! Traedle algo de comer, y deprisa.
SALOMÉ. Tenemos pescado asado y un panal de miel, ¿te apetece?
JESÚS. Traedlo, comeré.
SUSANA. Ahí tienes. Come, Maestro, ¡Oh, qué felicidad tenerte entre nosotros! Contigo nos sentimos otra vez seguros. Eres el cerco de protección de nuestras vidas.
PEDRO. Perdona mi incredulidad, Maestro. (Se arrodilla)
FELIPE. Y la mía también.
SANTIAGO. Y la mía, Señor.
JESÚS. Levantaos. Pero, ¿por qué os cuesta tanto trabajo el creer las palabras que os había dicho? Recordad ahora las palabras que os hablé estando con vosotros. Que era necesario que se cumpliese en mí todo lo que habían dicho Moisés, los profetas y los salmos. ¿Lo comprendéis ahora?
JACOBO. ¡Ahora lo veo claro! ¡No era tan difícil creer!
JUAN. Sin embargo, lo habíamos olvidado todo.
ANDRÉS. Cuando te vimos morir en la cruz, desapareciste de nuestras mentes y tus palabras se esfumaron.
JESÚS. Era necesario que yo muriera y resucitara porque así quedaba asegurado el perdón y la salvación de todos aquellos que creen en mí y que creerán en vuestras palabras. Porque vosotros tenéis la misión de decirlo al mundo. Hoy sois testigos de estas cosas. Habéis de proclamarlas por todos los rincones del planeta. Habéis de testificar de mi resurrección, que es la garantía segura de la vuestra. Ya no tendréis miedo ni os faltará valor, porque recibiréis un poder de lo alto que os ayudará en esa tarea. Os espero en Galilea, en el monte que sabéis. Allí os daré más instrucciones. ¡Paz a vosotros!
(Jesús desaparece)
BARTOLOMÉ. (Entusiasmado)¡Se ha ido! ¡Ha desaparecido! ¡Lo mismo que vino se ha ido! Sin abrir ni cerrar puertas.
MARÍA. Teníamos razón. ¡Jesús ha resucitado! ¡Lo hemos visto! ¡Lo hemos visto y tocado! ¡Jamás nos lo harán callar!
JUANA. ¡Nuestro Señor ha resucitado! ¡Vive para siempre! No todo termina en la cruz y en el sepulcro sino que todo vuelve a empezar.
PEDRO. ¡Qué felicidad! ¡Qué asombroso poder! Ahora lo recuerdo todo. Mi mente se ha abierto y las palabras del monte y las palabras del lago... Todo cuanto dijo sobre el reino venidero, el reino de la gracia, todas sus palabras vuelven a mi mente con nuevo significado y poder.
MATEO. ¡Jesús vive! ¡Entre nosotros está! ¡Ha resucitado! ¡Aleluya! (Da palmas y empieza una cadencia) ¡Ha resucitado! ¡Aleluya!
TODOS. (Batiendo palmas) ¡Ha resucitado! ¡Aleluya!
ANDRÉS. Tenemos nuevas cosas que decir al mundo. Somos embajadores del reino, del reino de la paz, del reino del perdón y del reino de la vida eterna.
TODOS. (Batiendo palmas) ¡Ha resucitado! ¡Aleluya!
MAGDALENA. Nuestras vidas cobran sentido. Una corriente de valor anima nuestro ser, ¿verdad, hermanos? La e se ha revestido de fortaleza y ahora es invencible. Hay luz en nuestra vida. Ya no andamos dando tropezones y cayendo por el camino. Nuestras mentes ya no están cerradas por el temor y la ignorancia. Ahora vemos con claridad. El mundo ha de ser iluminado por el poder de su resurrección. Yo, que he sido tan pecadora, pasaré el resto de mi vida proclamando las virtudes de mi Redentor.
PEDRO. Hermanos, el encono y la aversión incontrolable del Sanedrín nos va a causar dificultades. Van a caer sobre nosotros y nos van a acosar y atosigar para que callemos pero, ¡nosotros no podemos callar estas cosas! Tenemos algo que decir, ¡y lo diremos! ¡Cristo ha resucitado!
TODOS. (Palmas y cadencia) ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!
PEDRO. Hermanos, vosotros sabéis que he negado a Jesús. No lo escondo, no lo niego, pero sabed también que voy a confesarlo con todas mis fuerzas, con todo mi poder y con toda mi voluntad. No vamos a esconder la luz bajo el almud, sino muy alta sobre el candelero. Cuanta más oposición tengamos, más fuerza y audacia tendremos anunciando la resurrección del Maestro. Esta es la verdad para el tiempo presente. ¡Cristo ha resucitado!
TODOS. ¡Aleluya! ¡Aleluya!
SANTIAGO. La verdad más urgente es anunciar al mundo que Cristo ha resucitado. Nos alegraremos y gozaremos en el Señor. ¡Aleluya!
TODOS. (Abrazos, apretones de manos, conversaciones simuladas en mímica) ¡El Señor ha resucitado! ¡El Señor ha resucitado!
(El himno en cassette “El Señor resucitó, Aleluya” va haciéndose oír poco a poco hasta que termina en términos fuertes)
Enrique Establés Giménez
PERSONAJES
MARÍA MAGDALENA
MARÍA, madre de Jacobo y Juan
SALOMÉ
JUANA
SIMÓN PEDRO
JACOBO
JUAN
ANDRES
FELIPE
BARTOLOMÉ
MATEO
SANTIAGO
JUDAS TADEO
SIMÓN el Zelote
JOSÉ de Arimatea
NICODEMO
2 HOMBRES de Emaús
JESÚS de Nazaret
ESCENA
Aposento alto: Sala con arcos, iluminada con lámparas, mesa central con luz, mantel y resto de vasos y algún plato. En banco y taburetes están sentados los apóstoles. Actitudes e pena, cansancio y temor.
Existen dos arcos en que están situadas las escaleras: unas que suben al aposento comedor y otras que suben a otro aposento que se supone está situado por encima.
POSICIONAMIENTO EN LA ESCENA
Sentados en bancos: Bartolomé, Felipe, Jacobo y Juan
En el lateral derecho: Mateo, Santiago y Simón
En el lateral izquierdo: Andrés y Pedro
Judas está de pie junto a la puerta del piso superior
Al entrar las mujeres se levantan Mateo, Santiago y Juan, y se sitúan de pie detrás de los bancos.
La escena está silenciosa. Andrés se arregla el turbante. Pedro se mesa la barba. Felipe despabila una lámpara. Simón golpea nerviosamente la mesa con un vaso vacío. Felipe bebe de una jarra y se limpia con el revés de la mano.
PEDRO. Lo he decidido y lo cumpliré. Yo siempre cumplo lo que digo. Mañana vuelvo a mi antiguo trabajo. Cojo los aperos de pescar y mi barca y a lo de siempre; a lo mío, para eso he nacido y es lo único que sé hacer. Le daré una mano de pintura a la barca y quedará como nueva. Saldré de noche, antes del amanecer y regresaré con las estrellas. Así, de esa manera nadie me verá. Nadie sabrá de mí... Me esconderé de la gente, de las risas, de las burlas, del ridículo... Incluso puedo irme al extranjero, allí donde nadie me conozca, donde nadie sepa la tragedia en la que estoy sumido.
JACOBO. Esto pienso yo también. Nos hemos convertido en los más miserables de la tierra. Hemos seguido durante tres años, hemos seguido, digo, una sombra, una ilusión. El corazón se nos llenó de luz y de esperanza. La vida iba tomando una nueva dimensión y realidad. Tenía sentido. Cuando estábamos con Él, mi pecho no cabía de amor, de proyectos, de santos deseos de paz y bien. Era como... era como caminar empujado por los ángeles. Él lo llenaba todo. Todo lo solucionaba. Estábamos embobados por sus palabras. El contacto con Él nos elevaba, nos hacía diferentes. Veíamos el futuro como embajadores, como restauradores del reino de Israel...
ANDRÉS. Y ya ves ahora... ¡Qué panorama! Ahora, ni siquiera nos atrevemos a mencionar su nombre. El Bendito de Dios que fue aclamado con hosanas y ramos a las puertas de Jerusalén hace apenas una semana, ha sido crucificado como un criminal. Su nombre es maldito y proscrito y nosotros también como Él somos malditos y proscritos. El odio y el encono de los judíos hacia el Rabí nos persigue y estamos expuestos a las burlas y escarnios. Tarde o temprano nos echarán mano y sufriremos la misma suerte que Él. Pero, ¿sabéis lo que os digo? A mí no me cogerán. Pienso aprovechar la oscuridad para esconderme donde nadie me conozca y olvidar de una vez para siempre que conocí alguna vez al Rabí de Nazaret. Olvidar de una vez por todas que escuché sus palabras... Olvidar sus milagros. (Gimotea y se recuesta sobre la mesa).
SANTIAGO. Mi vida está arruinada. Era demasiado hermoso para ser cierto. Mis ilusiones y mis planes han fracasado. Con el Maestro como jefe, como Rey, y nosotros, mi hermano y yo como lugartenientes, uno a la derecha y el otro a la izquierda, nos hubiéramos labrado un buen porvenir. Un porvenir seguro y honrado. ¡El más honrado del mundo! Pero ya veis... ¡El cántaro de nuestras esperanzas se ha roto! ¡Muerto! Señor, ¡muerte y de muerte violenta, cruel, infame! ¡Muerto en una cruz! ¡Santo Dios de Israel, ayúdanos! ¡Muerto en una cruz! La cruz que es lo más detestable, lo más aborrecible por nuestra raza. ¡La cruz que es maldita e inmunda, ha sido reservada para el Mesías! ¡Y todos lo han visto! (Se limpia los ojos con la punta de la manga)
BARTOLOMÉ. Horrible espectáculo: atado, clavado, desnudo, sangrando. La sangre chorreaba por todo su cuerpo lleno de moraduras y golpes. La sangre resbalaba desde la cabeza a los pies tiñendo el madero y el suelo y formando un charco que se bebía la tierra. No era reconocible, no parecía nuestro amigo y maestro. Estaba desfigurado y se retorcía bajo el dolor. ¡Pobre Jesús! Se me parte el corazón al recordar aquellos momentos. ¡Qué vergüenza, Dios mío! ¡Qué escándalo! Allí estaba agonizando aquel que era la vida del mundo. Él lo decía, y yo lo creía. Allí se moría el que calmaba las tormentas: tanto las del lago como las del alma. Allí se retorcía como un miserable aquel que dio esperanza devolviendo a la vida al hijo de la viuda de Naín. Allí se estaba muriendo el que sacó del sepulcro a Lázaro. ¡Que esto lo vi con mis propios ojos!
MATEO. Por cierto, parece ser que se ha ido a Betania, a un lugar desconocido porque también le persiguen y le quieren matar. Como es un testigo viviente de su poder, quieren hacerle desaparecer...
SANTIAGO. Era Lázaro quien tenía por las bridas al pollino el otro día a las puertas de Jerusalén. Se le veía lozano, radiante de gozo y alegría gritando hosannas a su Maestro y Señor.
BARTOLOMÉ. Pero el resultado es que está muerto. Es como una pesadilla, un mal sueño. Jesús está muerto y bien muerto, enterrado en la tumba de José.
SANTIAGO. Ese José de Arimatea me ha asombrado. Ha tenido un gesto que le honra. Venía muy poco con nosotros. Parecía que se escondía como teniendo vergüenza de ser considerado discípulo suyo.
SIMÓN. Es que es un hombre de peso. Ocupa cargos importantes en la función pública y también en el consejo del Sanedrín. Él ha padecido mucho estos últimos días. Me han dicho que estaba en el Sanedrín cuando decidieron condenar a Jesús pero que no votó a favor de su muerte. Levantó su capa, se tapó la cabeza en señal de protesta y desaprobación y abandonó la sala.
SANTIAGO. A mí me parece que es un hombre de la cabeza a los pies. A pesar de su dolor y decepción tuvo valentía para pedir a Pilato el cuerpo de Jesús, envolverlo en una sábana que compró y transportarlo al sepulcro. Fuera de las murallas de Jerusalén José tiene un huerto con una casita para el hortelano, un hombre viejo que le ciudad las legumbre y los frutales. Pues como os digo, en ese huerto, al fondo, José se hizo cavar un sepulcro que destinaba para él y su familia. Pues allí fue donde pusieron el cuerpo muerto de Jesús.
MATEO. ¡No quiero recordar el espectáculo! El sol declinaba. Negros nubarrones se acercaban por el horizonte rojizo. El viento era frío y eso, mezclado con los llantos, los gritos, las prisas y el cuerpo inerte del Maestro en una sábana. Llegamos al sepulcro y lo dejamos allí pensando volver en cuanto se pudiera para lavarlo y embalsamarlo. Ya era de noche. Entre todos hicimos rodar la piedra para tapar la entrada del sepulcro.
PEDRO. Y desde el día de la cena de la pascua estamos aquí, muertos de miedo y acongojados y deprimidos. Tres días sin acostarnos, sin lavarnos, sin comer. Tres días con las ventanas cerradas y con candiles como si fuera siempre de noche... De noche como en nuestros corazones. ¡Miraos bien! ¡Ved aquí reunidos a los ministros del Rey! ¡Me dais pena! ¡Me doy pena y me doy asco...! Tengo angustia y presión en el pecho, la inteligencia nublada por las dudas y las piernas temblando por el mido... Siento vergüenza por mí y por cada uno de vosotros. Cualquier ruido me estremece y parece que se me salta el corazón.
(Ruido)
PEDRO. ¿Qué ha sido ese ruido? (Pedro echa mano a la espada)
TADEO. ¡Voy a ver! (Silencio) (Vuelve) Son las mujeres que han vuelto del sepulcro. Vienen descompuestas. Dicen que el Señor no está allí. Preguntan si ha regresado Magdalena.
FELIPE. No, aquí faltan Tomás, Judas y Magdalena. Diles a las mujeres que suban.
JUANA. Esta mañana hemos madrugado para ir temprano a lavar el cuerpo de Jesús. Aún no había amanecido. Hacía frío... Por el camino pensábamos en lo necias que éramos, pues íbamos al sepulcro, pero, ¿quién nos iba a ayudar a mover la piedra? Se necesitan cinco o seis personas para removerla. Sólo estábamos Juana, María de los Alfeos, Salomé y Susana.
SALOMÉ. Y María Magdalena. Cuando llegamos al huerto, la puerta de la verja estaba abierta. Cruzamos el huerto y llegamos al sepulcro y... ¡Lo encontramos abierto, la piedra echada al suelo y la tumba vacía!
JACOBO. ¡Os habréis equivocado de tumba! Ya se sabe, las mujeres sois muy atolondradas.
SALOMÉ. No nos equivocamos de tumba. Era la tumba de José. La misma en la que pusimos el cuerpo muerto de Jesús hace tres días. Era la misma pues allí estaban, en unos saquitos, las libras de mirra y áloe que José de Arimatea compró para ungirle. Allí estaban las vendas que le ataban las manos y los pies. Allí estaba la sábana plegada y el pañuelo que le cubría el rostro...
MARÍA. Todo estaba plegado a un lado, intacto, como si Jesús nunca hubiera estado allí... Pero lo cierto es que Jesús allí no estaba.
JACOBO. No puede haber desaparecido así como así. Los soldados lo habrían impedido.
ANDRÉS. ¿Qué soldados?
JACOBO. ¿No sabéis que el sepulcro estaba custodiado por diez legionarios por temor, según decían, de que sus discípulos vinieran de noche y lo robaran?
ANDRÉS. No sabíamos nada de eso.
JUANA. Lo cierto es que me he dado cuenta de que el lugar estaba como pisoteado y en el suelo había restos de comida. Pero no le di importancia ya que cuando vinimos a enterrarlo era de noche.
SUSANA. Ahora que habláis de soldados... Al ir cruzamos unos cuantos. Las mujeres nos paramos junto a un porche para que pasaran. Ya sabéis cómo es esa gente, no respetan a nadie. Pues yo observé algo raro en ellos: hablaban fuerte, tenían el rostro desencajado, cubierto de sudor y miraban hacia atrás aterrorizados. Yo pensé que algo grave sucedía.
JACOBO. Si sé lo de la patrulla de soldados es porque ayer sábado me lo contó José de Arimatea. El Sanedrín, temiendo algo anormal, mandó asegurar y vigilar la tumba.
PEDRO. Me estáis asombrando y confundiendo. Vuestras palabras me sumen en la más profunda oscuridad y desorientación. ¡Todo cuanto decís es mentira! ¡No creo ni una sola palabra! ¡Cristo está muerto y bien muerto! Dejaos de patrañas. ¡No sé de qué os sirve venir con esos cuentos! ¿No pensáis que estamos bastante desgraciados así?
(Se oye un ruido. Pedro hace ademán de tomar la espada)
JUANA. Esa debe ser María. Id a abrirle.
(Susana sale y vuelve con Magdalena)
BARTOLOMÉ. ¡Y cierra bien la puerta!
MAGDALENA. ¡El Señor ha resucitado! ¡El Señor ha resucitado! ¡Lo he visto, lo he visto!
PEDRO. ¡Otra con la misma canción! ¿Os habéis puesto de acuerdo? Os aseguro que si es una broma, ésta es de muy mal gusto. Mírala qué sofocada, agitada y descompuesta está... Siempre serás la misma, siempre llamando la atención.
MATO. Déjala, deja que se explique.
MAGDALENA. Hemos ido al sepulcro y la tumba estaba abierta y Jesús no estaba dentro.
FELIPE. Sí, ya nos lo han dicho éstas.
MARÍA. Al ver la tumba abierta no nos atrevíamos a movernos de allí. El mido nos paralizaba las piernas. No teníamos fuerzas para bajar. Allí no había lámparas. Y, aunque había amanecido, la luz no penetraba hasta el fondo. Rozando las paredes entré en el interior y allí, tenté, palpé, llegué al banco de piedra donde yo sabía que habíamos dejado el cadáver de Jesús y al notar que estaba vacío, casi caigo desmayada...
JUANA. Y Magdalena empezó a llorar y a gritar, histérica perdida. Tropezó, se golpeó con las paredes...
SALOMÉ. Con el alarido de Magdalena nos asustamos aún más y salimos precipitadamente de allí. ¡Se lo han llevado! Pensamos. ¡Lo han robado o lo han trasladado a otro lugar!
JUANA. Mirando entre lágrimas de desesperación volvimos la mirada hacia ese triste lugar y vimos dos jóvenes...
SALOMÉ. Ángeles parecían...
FELIPE... ¡Hala! ¡Hala! ¡Lo que nos faltaba! Ahora ángeles por medio.
SALOMÉ. Parecían ángeles, pues sus vestidos blancos resplandecían en la oscuridad del sepulcro. Y entre el hipo, el temblor de piernas y el castañear de dientes nos parecía que decían... (A Susana) Dilo tú, que pareces más serena.
SUSANA. ¿Más serena? ¿Tú crees? Decían: Sabemos que estáis buscando a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí pues ha resucitado... Volved a Jerusalén y decid a sus discípulos y a Pedro que Jesús se encontrará con todos ellos en Galilea...
MAGDALENA. Entonces yo perdí el sentido y se me nublaron los ojos. La cabeza me estallaba y me puse a correr por el huerto, tropezando y cayéndome. Me equivoqué de orientación y no encontré la salida. Entonces me puse a llorar de una forma desconsolada.
PEDRO. ¡Eres una mentirosa, Magdalena! Siempre serás la misma. No has cambiado y creo que no cambiarás nunca. Serás siempre la mujer cortesana, romántica y soñadora. ¡Mientes! ¡Mentís todas! ¡Jesús ha muerto! Lo he visto sangrando. He visto la lanza clavarse en su pecho. Lo hemos trasladado a la tumba de José... No creo en vuestras historias. ¡Jesús ha muerto y punto!
MATEO. Sin embargo hemos olvidado que nos dijo algo así, como que al tercer día resucitaría.
FELIPE. Yo pienso que todo esto es un montaje de Caifás y de su camarilla. Han robado el cuerpo de Jesús para poder decir que hemos sido nosotros y así echarnos la mano encima y acabar de una vez con nosotros como hicieron con Jesús.
MARÍA. Pero, suponiendo que roban el cadáver, ¿por qué no llevarse también la mortaja con él? ¿Por qué entretenerse en dejarla tan bien dispuesta?
MAGDALENA. ¿Queréis escucharme un poco más? Termino enseguida. Estaba yo postrada sobre la hierba húmeda de rocío, llorando casi a ahogarme cuando oí detrás de mí unos pasos. Me volví y vi un hombre.
PEDRO. ¡Tú siempre con los hombres!
FELIPE. Déjala, no la aflijas más.
MAGDALENA. Oye, Pedro, ¿sabes? Eres rencoroso y cruel no conoces el amor de Dios. Me tratas como a una cualquiera y has de saber que he cambiado. No crees en mi conversión. No crees que di mis afectos al maestro y ha de saber, borrico galileo, que desde que vi a Jesús no ha habido ni habrá otros hombres en mi vida. Si no te fías de mí, es porque tú tampoco eres de fiar...
ANDRÉS. Basta ya, Pedro. No la interrumpas. Sigue, Magdalena.
MAGDALENA. Sigo... Allí había un hombre con una túnica blanca. Yo creí que era el criado de José, el hortelano que le cuida la finca. Pensé que ese hombre sabía algo y le pregunté: “¿Dónde has puesto al Maestro? ¿Dónde te lo has llevado? Dime dónde está para que me lo lleve... ¡No puedo vivir sin Él!”. Pero aquel hombre se quedó inmóvil, cabeza baja, como mirando al suelo y al cabo de un rato dijo: “¡María!”. Entonces quedé desconcertada. Conocí su voz. Sí, era inconfundible... ¡Era Él! ¡Mi Jesús! ¡Jesús de mi alma! Al escuchar mi nombre ya no dudé más. Era Él, pero algo había cambiado... Sentí deseos de abrazarle, de besarle, de estrujarle entre mis brazos. Me acerqué pero Él retrocedió y me dijo: “No me toques, María, todavía no...”
SIMÓN. ¡Visiones, eso es todo, visiones!
ANDRÉS. ¿Te dijo algo más?
MAGDALENA. Sí. Después de decirme que no le tocara añadió, y escucha bien, Pedro, escuchad todos vosotros. El maestro me dijo: “Anuncia a los apóstoles y también a Pedro que he resucitado y que me has hablado”.
SALOMÉ. En ese momento llegamos nosotras buscando a María y la encontramos hablando con Jesús. Escuchamos sus últimas palabras: “Decid a los apóstoles y a Pedro que he resucitado y que habéis hablado conmigo”.
(Pedro se levanta. Juan le sigue)
JUAN. ¡Espera, Pedro, voy contigo!
JACOBO. Todo lo que cuentan las mujeres es muy bonito para ser creído. ¡No puede ser! Jesús sabía que su muerte estaba cerca. Era muy inteligente se hombre. De pronto vio que todo se ponía en su contra, que todo se le torcía y precipitaba hacia un final funesto. En la cena pascual Jesús sentía una tristeza mortal.
MARÍA. No os pongáis tristes. Al contrario, deberíamos estar contentos, locos de contentos porque Jesús vive. ¡Jesús ha resucitado! No todo ha quedado en la inmunda cruz y encerrado en la tumba de José. ¡Jesús vive! ¡Jesús está de nuevo entre nosotros! ¡Ha resucitado!
SUSANA. Anda, comed algo. Os sentará bien.
SANTIAGO. Déjate de comidas. No me apetecen. No insistas. ¿No comprendes que no tenemos el cuerpo para eso? ¡Estamos asustados!
(Ruido en la puerta)
SANTIAGO. Id a ver, pero aseguraos antes.
JUANA. ¡Son José y Nicodemo!
JOSÉ. ¡La paz sea con vosotros! ¿Sabéis las noticias?
BARTOLOMÉ. Sí, creemos que lo sabemos todo pero no sabemos nada pues es difícil creerlo. Las mujeres han ido al sepulcro...
JOSÉ. Y lo han encontrado vacío, ¿verdad? Nosotros venimos de allí. ¡Jesús no está!
NICODEMO. La tumba está vacía. La noticia se sabe por toda la ciudad. Corre de boca en boca que el sepulcro estaba abierto y que, sin duda, los fanáticos discípulos de Jesús lo han robado. Y es más, dicen que vosotros decís que ha resucitado. No hay otra conversación en todo Jerusalén. También hablan de Judas.
SIMÓN. ¿Qué dicen de Judas?
NICODEMO. Lo han encontrado ahorcado en un árbol. Se había reventado y todo el paquete intestinal le salía del cuerpo.
SIMÓN. ¡Qué horror! Ese es el discípulo del cual el Maestro dijo que uno le iba a traicionar. No sabíamos la suerte que había corrido.
JACOBO. Yo tengo pena por Judas. No terminaba de encajar en el grupo. En cuanto vio que la actuación de Jesús no correspondía a sus deseos e intenciones dejó de creer en Él y en su misión y procuró deshacerse de Él, entregándolo a sus enemigos.
ANDRÉS. Yo pienso que nosotros no somos mejores que él. En cuanto se ha eclipsado nuestro sol estamos sumidos en las más profundas tinieblas y negamos como Pedro y vendemos al Maestro como Judas.
JOSÉ. Pero tengo algo más que deciros. En la casa de Caifás se acaba de realizar una reunión secreta y han llegado al siguiente acuerdo: “Acabar para siempre los rumores sobre Jesús y expulsar de las sinagogas y del templo a todo aquel que hable o comente, tanto en privado como en público, los asuntos relacionados con el sepulcro vacío o sobre la resurrección. Y por último, condenar a muerte a todo aquel que proclame que ha visto o ha hablado con el resucitado”.
TADEO. ¡Somos hombres muertos! ¡Nos van a aplastar como a hormigas! Creo que lo más prudente sería salir secretamente de la ciudad. Nos disfrazamos de pastores y salimos muy temprano de aquí. ¿Qué os parece?
MUCHOS. De acuerdo... Sí, sí, será lo mejor.
JACOBO. Pero en todo esto hay algo que me intriga. Hace rato que quiero razonar y no logro comprender. Me pregunto constantemente: si Jesús hubiera resucitado, ¿por qué no se ha presentado primero a los íntimos, a Andrés, a Felipe y no a unas mujeres? Ya sabéis lo poco que valora el pueblo las palabras de una mujer. No acabo de entender toda la historia del sepulcro vacío y de la resurrección de Jesús. Pero hay una cosa en la que ceo firmemente, y es en mi madre. ¡Mi madre dice que ha visto al Maestro y yo la creo!
(Ruidos en la puerta)
MATEO. Id a abrir. Serán sin duda Pedro y Juan que regresan.
JUANA. Voy enseguida.
MATEO. ¡Y cierra bien!
(Pedro y Juan entran)
PEDRO. Ahora creo, porque lo han visto mis ojos. El sepulcro está abierto y Jesús no está en él. ¡Malditos y malditos! ¡Malditos sean los que han secuestrado el cadáver del Maestro! No han respetado su muerte...
JUAN. Han robado el cadáver de Jesús y sin duda lo han tirado a la gehemna, donde se pudren los animales muertos.
PEDRO. Pero, ¡qué miserables somos y qué desgraciados! ¡Sin Jesús no somos nada! ¡Sin Él no somos nadie!
MAGDALENA. Pedro, no te aflijas sin necesidad. Es inútil darse de coscorrones. El Maestros vive. ¡Debes creerlo! ¡Ha resucitado, yo lo he visto! Y éstas, mis hermanas, también... Tienes que creer. Al que cree todo le es posible. Jesús me habló a mí, pobre pecadora, y te nombró a ti. Dijo tu nombre: “Ve y diles a Pedro y a los apóstoles...” Jesús sabe que estás apurado. Sabe que sufres. Sabe que el miedo y la incredulidad se han apoderado de tu debilidad humana. Sabe que ya no te quedan fuerzas para resistir.
PEDRO. Sí, aún me quedan y es... para llorar. Para llorar mi cobardía y mi pretensión. Yo que me creía el más valiente. Más que todos ellos. Yo que presumía permanecer junto a él aunque los otros le abandonaran... Yo que estaba dispuesto a sacar la espada para defenderlo... Lo he abandonada cobardemente... (Llora)
JUAN. No llores así. Se me rompe el alma al ver llorar a un hombre como tú, fuerte como un castillo al que nada le asusta y que arremete con todo. Tú demostraste tu amor por el Maestro al sacar la espada para defenderle y darle fuerte a la cabeza del criado del pontífice.
MATEO. Afortunadamente que no atinaste y sólo le cortaste la oreja, si no.. en menudos problemas te hubieras metido. Jesús puso la oreja en su lugar y es como si nunca hubiera pasado nada.
PEDRO. Pero, ¿es que no os dais cuenta de que sufro como una bestia? ¿Que me falta el aliento y la misma vida sin Él? ¿Qué soy hombre muerto, acobardado, apocado, pusilánime sin Él? Y Él... que es todo bondad incluso con los que yerran. Él que no mengua su amor con los que le traicionan y niegan... ¡Aún se acuerda de mí! ¡Se acuerda de mí! “Dile a Pedro...” Señor, ¡qué bueno eres, cuánto te amo!
JUAN. No te pongas así, que nos vas a hacer llorar a todos. Ya sabemos que le amas. Nadie lo ha dudado. Jesús también lo sabe. Has dejado todo para seguirle y has entregado tu persona a los ideales de tu Maestro.
PEDRO. Perdonadme todos, pero es que soy muy bruto. A ti, Magdalena, te pido perdón por las palabras ásperas y groseras que te he dicho. No tengo derecho a dudar de ti. Yo sé que tú también amabas al Señor.
MAGDALENA. Y le sigo amando. ¡Le amaré por la eternidad! Y tú, Pedro, y vosotros todos, seguid amando en vuestro corazón. Seguid confiando en Él. ¡El Señor vive! ¡El ha resucitado! No es el momento de perder el ánimo, ni resistir a la fe, sino por el contrario, desechad el pesimismo y juzgad las cosas en su aspecto favorable. ¡Os digo que el Señor vive! ¡Yo lo he visto y éstas también!
(Ruidos en la puerta. Pedro echa mano de la espada)
MATEO. ¡Id a ver quién es esta vez!
(Sale Juana y vuelve con los dos de Emaús)
JUANA. ¡Son los dos pastores de Emaús!
ANDRÉS. ¿De Emaús?
SALOMÉ. Ellos también son discípulos de Jesús.
PASTOR 1. ¡Paz a esta casa!
MATEO. Falta nos hace. ¿Qué queréis a estas horas? Aquí ya somos muchos y falta espacio. No podéis quedaros aquí.
PASTOR 1. No pensamos quedarnos aquí. Tan sólo venimos a deciros lo que ha acontecido en el camino y en la casa de éste; y luego, después de habernos escuchado, nos marcharemos a nuestra aldea. Mañana hay que sacar los rebaños.
PASTOR 2. Como muchos otros, nosotros también habíamos ido a Jerusalén para asistir a las ceremonias de la pascua, y a media tarde le dije a mi pariente: “Vámonos ya que no me gusta andar de noche”. Ya sabéis cómo están de inseguros los caminos. Y nos fuimos a buen paso. Íbamos comentando la noticia del día. Bueno, quiero decir, todo lo que se rumorea por Jerusalén, eso de la tumba vacía, del robo del cuerpo, hasta que asombrosamente nos alcanzó un hombre y se puso a andar a nuestro paso.
PASTOR 1. Hacía viento e íbamos envueltos en las mantas. No sé por qué, pero no tuvimos miedo. Llevábamos un buen trecho andando en silencio cuando el hombre nos preguntó: “¿De qué cosa tan importante estabais hablando?”. Yo le contesté extrañado: “¿Acaso eres tú el único que no sabe los trágicos sucesos que han acaecido en Jerusalén?”.
PASTOR 2. Entonces le hablamos de Jesús de Nazaret, que se había presentado como un profeta extraordinario, tanto en palabras como en maravillas. Le dijimos que la maldad de los jefes de los sacerdotes le había entregado a los romanos. Y que en el monte le habían clavado en una cruz. Le informamos que ese hombre prodigioso prometía la verdadera libertad... y nosotros habíamos creído que sería Él quien libertaría a Israel de la dominación romana.
PASTOR 1. Pero éste el tercer día de su crucifixión... y así íbamos diciéndole las cosas extrañas que se rumoreaban por la ciudad: la tumba vacía, que algunos lo habían visto, y otros sostienen que ha resucitado.
PASTOR 2. Él nos escuchaba en silencio y luego dijo: “Pero, ¡qué lentos sois para comprender la verdad! ¿Habéis olvidado todas sus predicaciones y advertencias que os hizo? ¿No os acordáis que os anunció por tres veces consecutivas que en Jerusalén sería entregado a sus enemigos, que le condenarían a muerte y que resucitaría al tercer día?”.
PASTOR 1. Además nos preguntó si nunca habíamos leído las Escrituras. Le dijimos que sí, que, aunque somos unos rústicos pastores, teníamos algo de instrucción, no mucha... Pero lo suficiente para saber algo sobre el Libro de Dios.
PASTOR 2. Entonces nos habló de Moisés y de los profetas. De todos los que esperaban la restauración espiritual de las almas. De los que necesitaban luz a sus ojos entenebrecidos, de los presos desesperados que esperaban la liberación y de los corazones destrozados que encontrarían descanso en el Mesías, el siervo de Dios.
PASTOR 1. A eso, ya habíamos llegado a la aldea. Estábamos cerca de casa y le invitamos a pasar la noche en nuestra choza que, aunque pobre, era limpia y acogedora. Parecía que tenía intención en seguir su camino... Insistimos en que ya era de noche y que...
PASTOR 2. Le insinué que no era prudente transitar sólo por los caminos y que, después de descansar, al día siguiente, con luz, podría continuar su viaje. Tanto insistimos que acabó por aceptar.
JACOBO. Pero, ¿a dónde queréis llegar con esa historia? ¿Quién era ese hombre?
PASTOR 1. Ahora voy a decíroslo, si me concedéis un minuto más. Encendimos fuego, pusimos un mantel blanco sobre la mesa, saqué de la panera una hogaza de pan y éste fue a la alacena y trajo un queso de nuestras cabras. Nos sentamos a la mesa y a la luz de la lámpara de aceite le entregué el pan. Me excusé porque estaba algo duro, pues habíamos amasado antes de la pascua. El hombre sonrió y partiéndolo lo bendijo y nos dio un trozo a cada uno.
PASTOR 2. Fue entonces cuando me di cuenta. ¡Le reconocí! Vi sus manos, y dando un codazo a mi hermano le dije: “¡Es el Maestro!” En ese momento desapareció... Desapareció de nuestra vista, no sé cómo lo hizo.
PASTOR 1. Habíamos comprendido. Ahora lo comprendíamos todo. Todo estaba muy claro. Nuestras pobres y entenebrecidas inteligencias, acobardadas por el miedo y el fracaso empezaron a comprender y nuestros corazones ardían de entusiasmo.
PASTOR 2. Dejamos todo y salimos hasta aquí, pensando que vosotros debíais saber lo que ha ocurrido.
PASTOR 1. Sí, dijimos: “Ellos deben saberlo”. Esa noticia tiene que alegrar a los amigos del Rabí de Galilea. Sabíamos que estabais aquí y aquí hemos venido.
FELIPE. No sois los únicos que hoy han tenido visiones. ¿Sabéis? Cuando se tiene miedo y hambre, la mente se pone enferma y produce ideas e imágenes, representación de cosas que no existen. Las mujeres también han venido con esas fantasías del Maestro: unas, en el huerto del sepulcro, y vosotros, en el polvoriento camino de Emaús. ¡Es difícil creer vuestras historias! Callaos y no nos atormentéis más... ¡Ya sufrimos bastante!
JESÚS. ¡Paz a vosotros!
TODOS. ¡Maestro! ¡Jesús! ¡Rabí! ¡No es posible! ¡Es una visión!
MAGDALENA. Os lo había dicho, no mentía.
BARTOLOMÉ. No puede ser. ¡Es un fantasma! ¡Ha entrado sin abrir las puertas!
JESÚS. Pero, ¿por qué decís esas cosas? ¿Por qué tenéis miedo? Miradme bien, ¡soy yo! Mirad mis manos, tocadlas, ved que son de carne y hueso como las vuestras. Palpad y ved, los fantasmas no tienen cuerpo como yo tengo.
SIMÓN. ¡Es verdad! ¡Es Él! Aquí están las señales de los clavos. Déjame que te abrace, Maestro.
(Algunos, no todos, le abrazan)
TADEO. ¡Es el Maestro, ha resucitado!
JESÚS. Claro que so yo. Por cierto, tengo hambre. ¿Tenéis algo de comer?
SANTIAGO. ¡Dice que tiene hambre! Traedle algo de comer, y deprisa.
SALOMÉ. Tenemos pescado asado y un panal de miel, ¿te apetece?
JESÚS. Traedlo, comeré.
SUSANA. Ahí tienes. Come, Maestro, ¡Oh, qué felicidad tenerte entre nosotros! Contigo nos sentimos otra vez seguros. Eres el cerco de protección de nuestras vidas.
PEDRO. Perdona mi incredulidad, Maestro. (Se arrodilla)
FELIPE. Y la mía también.
SANTIAGO. Y la mía, Señor.
JESÚS. Levantaos. Pero, ¿por qué os cuesta tanto trabajo el creer las palabras que os había dicho? Recordad ahora las palabras que os hablé estando con vosotros. Que era necesario que se cumpliese en mí todo lo que habían dicho Moisés, los profetas y los salmos. ¿Lo comprendéis ahora?
JACOBO. ¡Ahora lo veo claro! ¡No era tan difícil creer!
JUAN. Sin embargo, lo habíamos olvidado todo.
ANDRÉS. Cuando te vimos morir en la cruz, desapareciste de nuestras mentes y tus palabras se esfumaron.
JESÚS. Era necesario que yo muriera y resucitara porque así quedaba asegurado el perdón y la salvación de todos aquellos que creen en mí y que creerán en vuestras palabras. Porque vosotros tenéis la misión de decirlo al mundo. Hoy sois testigos de estas cosas. Habéis de proclamarlas por todos los rincones del planeta. Habéis de testificar de mi resurrección, que es la garantía segura de la vuestra. Ya no tendréis miedo ni os faltará valor, porque recibiréis un poder de lo alto que os ayudará en esa tarea. Os espero en Galilea, en el monte que sabéis. Allí os daré más instrucciones. ¡Paz a vosotros!
(Jesús desaparece)
BARTOLOMÉ. (Entusiasmado)¡Se ha ido! ¡Ha desaparecido! ¡Lo mismo que vino se ha ido! Sin abrir ni cerrar puertas.
MARÍA. Teníamos razón. ¡Jesús ha resucitado! ¡Lo hemos visto! ¡Lo hemos visto y tocado! ¡Jamás nos lo harán callar!
JUANA. ¡Nuestro Señor ha resucitado! ¡Vive para siempre! No todo termina en la cruz y en el sepulcro sino que todo vuelve a empezar.
PEDRO. ¡Qué felicidad! ¡Qué asombroso poder! Ahora lo recuerdo todo. Mi mente se ha abierto y las palabras del monte y las palabras del lago... Todo cuanto dijo sobre el reino venidero, el reino de la gracia, todas sus palabras vuelven a mi mente con nuevo significado y poder.
MATEO. ¡Jesús vive! ¡Entre nosotros está! ¡Ha resucitado! ¡Aleluya! (Da palmas y empieza una cadencia) ¡Ha resucitado! ¡Aleluya!
TODOS. (Batiendo palmas) ¡Ha resucitado! ¡Aleluya!
ANDRÉS. Tenemos nuevas cosas que decir al mundo. Somos embajadores del reino, del reino de la paz, del reino del perdón y del reino de la vida eterna.
TODOS. (Batiendo palmas) ¡Ha resucitado! ¡Aleluya!
MAGDALENA. Nuestras vidas cobran sentido. Una corriente de valor anima nuestro ser, ¿verdad, hermanos? La e se ha revestido de fortaleza y ahora es invencible. Hay luz en nuestra vida. Ya no andamos dando tropezones y cayendo por el camino. Nuestras mentes ya no están cerradas por el temor y la ignorancia. Ahora vemos con claridad. El mundo ha de ser iluminado por el poder de su resurrección. Yo, que he sido tan pecadora, pasaré el resto de mi vida proclamando las virtudes de mi Redentor.
PEDRO. Hermanos, el encono y la aversión incontrolable del Sanedrín nos va a causar dificultades. Van a caer sobre nosotros y nos van a acosar y atosigar para que callemos pero, ¡nosotros no podemos callar estas cosas! Tenemos algo que decir, ¡y lo diremos! ¡Cristo ha resucitado!
TODOS. (Palmas y cadencia) ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!
PEDRO. Hermanos, vosotros sabéis que he negado a Jesús. No lo escondo, no lo niego, pero sabed también que voy a confesarlo con todas mis fuerzas, con todo mi poder y con toda mi voluntad. No vamos a esconder la luz bajo el almud, sino muy alta sobre el candelero. Cuanta más oposición tengamos, más fuerza y audacia tendremos anunciando la resurrección del Maestro. Esta es la verdad para el tiempo presente. ¡Cristo ha resucitado!
TODOS. ¡Aleluya! ¡Aleluya!
SANTIAGO. La verdad más urgente es anunciar al mundo que Cristo ha resucitado. Nos alegraremos y gozaremos en el Señor. ¡Aleluya!
TODOS. (Abrazos, apretones de manos, conversaciones simuladas en mímica) ¡El Señor ha resucitado! ¡El Señor ha resucitado!
(El himno en cassette “El Señor resucitó, Aleluya” va haciéndose oír poco a poco hasta que termina en términos fuertes)
No hay comentarios:
Publicar un comentario