1 hora y 14 Personajes. En la sala de espera de una estación de tren, se encuentran varios personajes que a medida que vayan presentándose y relatando su historia personal, reflexionarán sobre el sentido de sus vidas.
SALA DE ESPERA
V. Ruíz Iriarte, adaptación Roberto BadenasPERSONAJES
VOZ
PROFESOR
JEFE DE ESTACIÓN
LARRY
MADAME
PRÍNCIPE
BETY
ESTUDIANTE
OBRERO
ANCIANO
MUJER
NIÑO
ELLA
ÉL
ESCENA I
(Sala de espera de una estación pequeña. Estufa antigua con tubo visible. Bancos para los viajeros. Un cartel que dice: “Sala de espera”. Luz pobre y ruidos propios de una estación. Se oye el silbido de una locomotora que se acerca.)
VOZ. El tren cuatrocientos diez procedente de Roma acaba de efectuar su entrada en la estación, andén número dos. Los viajeros que han de continuar el viaje a París, pasen, por favor, a la sala de espera.
(Entra el profesor Cantina. Gabardina, sombrero, cartera de documentos y un periódico en la mano.)
PROFESOR. ¿Qué estación será esta? ¿Por qué se ha parado aquí el tren? No sé cuándo legaremos a París. Son las doce menos cinco. Espero no tener que pasar aquí toda la madrugada…
(El profesor deja su cartera con cuidado. Se sienta y entra el jefe de estación.)
ESCENA II
JEFE. Buenas noches, señor.
PROFESOR. Buenas noches. ¿Es usted el jefe de estación?
JEFE. Para servirle, señor.
PROFESOR. Dígame, por favor. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué se ha detenido aquí el tren? Tengo prisa, mucha prisa…
JEFE. Me hago cargo, señor. Pero la espera será muy breve. Un pequeño accidente, ¿sabe? Una avería en el coche-cama en que viaja el señor, precisamente. Pero la van a arreglar en pocos minutos y el expreso llegará mañana a Paría a la hora prevista o un poco más tarde. Esté usted tranquilo, señor profesor.
PROFESOR. ¿Cómo me conoce usted?
JEFE. Tengo ese placer, señor. Estoy hablando con el señor Héctor Cantini, profesor de física de la Universidad de Roma. Todo un sabio, ¿no es así?
PROFESOR. ¡Oh, un sabio! ¿Qué es ser sabio?
JEFE. Estábamos advertidos de su paso por esta estación. Por lo visto es muy importante que llegue el señor profesor sano y salvo mañana a París. En la estación hay varios policías. Por ahí andan como fantasmas los pobres, entre las sombras del andén…
PROFESOR. ¡Ah! Con que me vigilan…
JEFE. ¡Oh, no! Todo lo contrario. Le custodian, señor profesor. No es lo mismo, ¿sabe?
PROFESOR. ¿De veras?
JEFE. Naturalmente. ¿Usted cree que Dios nos vigila o nos custodia?
PROFESOR. Bueno… Pues, no sé, no comprendo. Pero le advierto querido amigo, que en realidad, esos policías lo que custodian como un tesoro no es a mí, sino a mi cartera con documentos.
JEFE. ¡Ah, su cartera..!
PROFESOR. Sí, ¿no lo sabía? Pues ahí está el secreto…
JEFE. ¿Es un secreto?
PROFESOR. Así es. Tres pequeños pliegos de papel llenos de números y fórmulas, guardados en esta cartera. ¿Qué le parece?
JEFE. Me parece terrible, señor…
PROFESOR. ¿De veras? ¿Por qué?
JEFE. No lo sé. Pero a un pobre hombre como yo los secretos de los sabios siempre le dan miedo.
PROFESOR. (Serio y pensativo.) Tiene usted razón, buen hombre. Yo también estoy asustado, muy asustado. Porque esta vez no se trata de una bomba más. Es la última, la más terrible de todas, la definitiva. Es la destrucción total. Bastará pulsar un pequeño botón para que toda vida de la tierra desaparezca. Y he sido yo quien ha descubierto ese poder monstruoso. ¡Yo, Héctor Cantina! Es horrible, ¿verdad?
(Silencio.)
JEFE. ¿Por qué me mira usted así, señor?
PROFESOR. (Reaccionando.) ¡Oh, por nada, disculpe! Quizá me ha caído usted simpático.
JEFE. ¿Me permite usted una pregunta, señor profesor?
PROFESOR. Diga.
JEFE. ¿Y le ha llevado a usted mucho tiempo, mucho trabajo inventar esa arma mortífera?
PROFESOR. Todo mi tiempo, todo mi trabajo, toda mi vida… Ahí está la obra de mi vida…
JEFE. La obra de su vida… Gracias, buenas noches, señor profesor…
PROFESOR. ¿Por qué se marcha?
JEFE. Disculpe. Tengo trabajo…
PROFESOR. ¿Y podría decirme en qué consiste su trabajo?
JEFE. Es muy sencillo, pero exige una atención muy continuada. Debo procurar que todos los trenes, que todos los viajeros, lleguen a su destino.
PROFESOR. Y dígame, ¿le gusta a usted su trabajo? ¿Le parece bastante importante?
JEFE. Me gusta, es cierto. Y en cuanto a su importancia… sólo sabría decirle que me parece un trabajo que me permite hacer algún bien a la humanidad, salvo en contadas ocasiones… (Mira sin querer a la cartera.)
PROFESOR. ¿Qué me ha dicho?
JEFE. No vale la pena. Buenas noches, señor profesor.
ESCENA III
(El profesor se queda pensativo. Lentamente se sienta, coge su cartera, la mira y la vuelve a dejar al lado. Saca un periódico y se pone a leer.)
PROFESOR. Siempre los mismo remordimientos. Soy incorregible. ¿Soy un sabio o un sentimental? Dejémonos de historias… Me gustaría descansar un poco. Mañana la reunión con la comisión técnica de París va a ser larga y difícil. Muy difícil. (Coge el periódico y se pone a leer.) Veamos qué ha pasado hoy en el mundo… (Va leyendo y de vez en cuando comenta en voz alta.) ¡Vaya! Ha muerto Larry Hudson, aquel viejo actor que tanto me gustaba en mis años mozos. ¡Qué ocurrencia a su edad! Dice que murió interpretando un papel de payaso para la película “El mayor circo del mundo”. Quiso rodar sin doblajes un número peligroso y perdió el equilibrio al intentar andar sobre un alambre. ¡Pobre viejo loco!... Parece que hoy está muy nutrido el capítulo de sucesos. “Aparece muerta en su lujoso piso de París, Madame Floor, rodeada de joyas, oro y millones. Se desconocía que poseyera tan inmensa fortuna”. Y yo que siempre creí que Madame Floor era una de las mayores benefactoras de la humanidad. ¿De dónde sacaría tanto dinero? ¿Y para qué lo quería si no tenía más familia en el mundo? ¡Qué gente más extraña hay por ahí! “¡El Príncipe Sergio de Burgulia, asesinado por un estudiante revolucionario! El estudiante sucumbe acribillado cuando huía perseguido por los oficiales de la guardia del palacio de la capital del reino”. ¡Qué horror, no se dónde vamos a ir a parar! ¡Vaya! Ha muerto la hija del famoso multimillonario Rochefield. La hija del famoso multimillonario de la Costa Azul ha sufrido un accidente cuando conducía su coche por las estribaciones de la costa a una velocidad de 200 Km. por hora. ¡Qué barbaridad! Esta gente millonaria no tiene límite de prudencia. Dice que estaba probando un coche nuevo que le había regalado su padre. ¡Bonita manera de disfrutar! Un viejo payaso, una anciana benefactora de caridad, el príncipe Sergio de Burgulia, un estudiante y una muchacha multimillonaria, todos terminaron ayer su vida, de un modo inesperado. ¡Qué curioso mundo! La vida es como un viaje fascinante y maravilloso. Pero la muerte, debe ser algo así como la llegada a la última estación… ¿Qué habrá realmente al otro lado de la estación término? ¿Habrá algo más allá de la última sala de espera? No puedo más. Me caigo de sueño… (Se acomoda y se duerme.)
ESCENA IV
(Cambia la luz de modo que todo lo que ocurre tenga una apariencia extrañamente irreal. Se oyen los mismos sonidos que al principio.)
VOZ. Atención, atención, el tren ha entrado en la estación término. Los viajeros procedentes de todos los lugares del mundo, pasen por favor, a la sala de espera…
JEFE. Pasen, pasen por aquí, por favor.
(Entra Larry Ludeson.)
LARRY. Gracias, buenas noches. (Habla con afectació0n declamatoria, como actuando.)
JEFE. Buenas noches. ¿El señor ha tenido un buen viaje?
LARRY. ¡Oh, sí! Ha sido un viaje extraordinario. El tren volaba, ¿sabe? Me encantan los trenes que vuelan.
JEFE. ¿Le lleven donde le lleven? ¿Aunque lo traigan aquí?
LARRY. Dígame, ¿es usted el Jefe de estación?
JEFE. Así me llaman, aunque en realidad no soy mas que el guarda-agujas. Para servirle, señor.
LARRY. Encantado. Yo soy Larry Ludson, el famoso Larry Ludson. El mejor actor del mundo, ¿me conoce?
JEFE. Desde luego, señor. ¿Quién no conoce a Larry Ludson?
LARRY. Esto ya me gusta más que esa extraña pregunta…
(Entra Madame Floor.)
MADAME. Bonsoir, messieurs-dames.
JEFE. Buenas noches, señora.
LARRY. Bonsoir, Madame.
MADAME. ¡Oh, qué caballero tan galante!
LARRY. Larry Ludson para servirle, Mdame. ¿No conoce usted a Larry Ludson?
MADAME. ¡Oh, como no! ¡Qué grata sorpresa! Yo soy Madame Floor.
LARRY. ¡Oh, Madame Flor, la sin par Madame Flor!
MADAME. Madame Flor, de Pompon Chantilly y Delapierre-Doré.
LARRY. El gusto es mío, Madame Flor, de Pompon Chantilly y Delapierre-Doré.
MADAME. Merci, monsieur. Es usted un verdadero caballero. La clase, eso se ve.
LARRY. Oh, Madame…
(Entra el Príncipe.)
PRÍNCIPE. Buenas noches.
JEFE. Buenas noches, Alteza.
PRÍNCIPE. ¿Por aquí?
JEFE. Por aquí, alteza.
PRÍNCIPE. Gracias.
(Entra el estudiante.)
ESTUDIANTE. Hola.
JEFE. Hola.
(Entra Bety.)
BETY. ¿Qué tal?
JEFE. Encantado.
(Bety, después de mirar a todos se dirige hacia el príncipe.)
BETY. Buenas noches.
PRÍNCIPE. Buenas noches, señorita.
BETY. ¿Me permite?
PRÍNCIPE. Desde luego. (Se sienta a su lado.) ¿Nos vimos en el tren?
BETY. No sé…
JEFE. (Sale el jefe cerrando la puerta.) Hasta pronto. Cuando llegue el momento, ya se les llamará.
PROFESOR. ¿Cómo? ¿Qué pasa aquí?
ESCENA V
(Hay un momento de silencio embarazoso.)
MADAME. ¡Qué extraño privilegio, encontrarnos de este modo tan… tan… inesperado, querido Larry Ludson!
LARRY. ¡Oh, Madame!
PROFESOR. ¡No, no es posible! No puede ser.
LARRY. ¿Cómo?
MADAME. ¿Qué dice?
PROFESOR. Señores, por favor. ¿Qué hacen ustedes aquí? ¿Quiénes son y por qué se encuentran en este lugar?
(Todos se miran sorprendidos en silencio.)
PRÍNCIPE. ¡Oh!
BETY. ¿Qué ha dicho?
MADAME. ¡Cielos, pero qué preguntón y que mal educado es este señor!
PROFESOR. Pero es que me parece que ustedes…
LARRY. Tiene razón el señor. No nos hemos presentado unos a otros. Pues vamos a empezar por un servidor. Pero, ¡oiga! ¿Es que no me conoce? ¡Señor mío, yo soy Larry Ludson!
PROFESOR. Larry Ludson…
LARRY. El mismo. Larry Ludson. El grande, el de siempre. El mejor actor que ha pisado los escenarios y los platós del mundo en los últimos 30 años. La grande estrella de la grandiosa película “El mayor circo del mundo”. Todo el mundo conoce a Larry Ludson, Larr Ludson es famoso en París, en Berlín, en Moscú, en New York, y en el Japón. En oriente y en occidente. Su gran película estará pronto en todas partes. El éxito de su vida. No hay un gran espectáculo en el mundo en el que no aparezca un momento Larry Ludson como estrella invitada. Es el momento más importante de la función. El presentador hace silencio desde el centro del escenario, se quita su chistera y anuncia: “Atención señoras y señores, distinguido público. Tengo el honor de presentarles a ¡Larry Ludson!”, entonces, de pronto, entro yo corriendo, con mi sonrisa juvenil de toda la vida y el público estalla en una ovación… Hermoso, ¿no? Algo grande (como el profesor no reacciona, se dirige a Madame Flor). Este hombre no entiende, no comprende, no sabe apreciar nada. ¡Qué pena!
MADAME. No tiene importancia, señor Larry Ludosn. De veras. Yo le aconsejo que no dé usted ningún valor a la actitud de este caballero, que desde luego, es un señor muy raro. Rarísimo. Yo estoy segura, muy segura, de que ese momento maravilloso, cuando usted surge en escena y el público estalla en un aplauso, ese momento es sin duda muy hermoso…
LARRY. ¿Verdad que sí, Madame? Yo siempre he vivido para mi público.
MADAME. ¡Oh, sí, es tan bonito vivir para los demás!
LARRY. Yo lo he dado todo por los demás: mi público. Les he dado mi arte, mi talento, mi persona, todo. Solo he vivido para ellos, para hacerlos felices…
PROFESOR. ¿Y cree usted que lo ha conseguido?
LARRY. ¿Qué? NO he hecho otra cosa que vivir para encantar a mi público.
PROFESOR. Usted ha vivido para los aplausos. La popularidad y el dinero que le ha dado su público… Usted ha vivido, como todos los vanidosos, los orgullosos y los soberbios, para sí mismo, y solo para sí mismo. Porque la vanidad, el orgullo y la soberbia no son más que formas disfrazadas de egoísmo…
LARRY. Mentira, señor, usted es testigo. Este hombre es de los que me acusan porque piensan que soy viejo y estoy acabado. Pero mienten, Madame. Yo lo sé y usted también. Son calumnias que propagan por ahí mis enemigos. Mala gente, ¿sabe? Mucha envidia. Envidia. La verdad es que todos envidian a Larry Ludson porque es, ha sido y será siempre el primero, el mayor y el mejor. Larry Ludson es inmortal…
MADAME. Desde luego.
LARRY. Le voy a contar mi última actuación, para que vea que Larry Ludson está en plena forma. Estoy filmando la película “El mayor circo del mundo”, el mayor espectáculo jamás filmado, y hago nada menos que un número de equilibrio, sin doblajes.
MADAME. ¡No! ¡Qué horror!
LARRY. Mire. Imagine la mayor y la más bella bóveda de un circo. Todas las luces y a 15 metros de altura sobre la pista, sin red, yo solo, de pie en el alambre.
MADAME. ¡Qué locura!
LARRY. Y entonces, Larry Ludson se pone a tocar una pieza de Vivaldi con su clarinete.
MADAME. No es posible.
LARRY. Oh, sí, es un número muy peligroso, desde luego. Pero no importa. Es el número que Larry Ludson estaba necesitando para demostrar a su público que Larry Ludson no está acabado. Ayer, ensayando la prueba final, unos minutos antes de iniciar el rodaje mi empresario se me acerca y me dice muy bajito, casi llorando: “No subas, Larry, por lo que más quieras, no subas”. ¡Je, je, je! Pobre señor Rigaud, mi empresario es casi como mi padre, pero a veces parece un niño tonto. Hasta que, por fin anoche, nos lanzamos definitivamente al rodaje, yo estaba en lo más alto y…
MADAME. ¿Qué?
LARRY. La música empezó a sonar…
PROFESOR. ¿Qué pasó anoche?
LARRY. Es curioso. Ahora no me acuerdo de nada más… Dios mío, ¿qué pasó anoche?
(Todos quedan inmóviles, en silencio, mientras que sigue la melodía.)
ESCENA VI
MADAME. Déjelo, no tiene importancia. Creo que debo presentarme yo también. Soy Madame Flor de Pompom Chantilly y Delapierre-Doré. Presidente de la Sociedad Protectora de bebés canguro de Australia, Directora de la casa Retiro de perros y gatos ancianos. Vicepresidente de la compañía de repatriación de niñas huérfanas de Somalia interior. Vocal de la liga mundial contra la esterilización de las palomas de las ciudades, y un pequeño etc. A propósito, usted tiene su casa en París, Rue de la Concorde, número 22. Soy una benefactora de la humanidad, una modesta benefactora. Tengo una vida social muy intensa, aunque vivo siempre sola. Pero no me importa. Soy feliz entre mis 12 gatos. Me figuro que no será usted una de esas horribles personas que detestan a los gatos. Le daré una tarjeta después para que venga a visitarme. A pesar de nuestras grandes diferencias, los dos tenemos una cosa en común: no vivimos más que para los demás… Y ahora les toca a ustedes presentarse.
PRÍNCIPE. Bueno, empezaré yo mismo. Soy el príncipe Sergio Arturo Federico de Burgulia.
TODOS. ¡Oh!
BETTY. ¿Un príncipe? ¿Es usted un príncipe?
PRÍNCIPE. Naturalmente.
LARRY. ¡Un príncipe!
MADAME. ¡Qué emoción, un príncipe!
BETTY. Es increíble. ¡Un príncipe de verdad!
PRÍNCIPE. Bueno, no tanto. ¿Conoces ustedes Burgulia? ¿No? Lástima. Es un pequeño principado, un minúsculo país plantado en medio de la vieja Europa. Un valle fresco y verde, rodeado de montañas. Un rincón de romance que enloquece a los turistas americanos. Tenemos un bosque bellísimo plagado de leyendas. Y un lago romántico y encantador. Una catedral antigua, muy antigua. Algunas costumbres ingenuas y pintorescas. Música y danzas de otros tiempos. Y arriba, en lo alto de la montaña, en la cumbre dominando todo el valle, se alza el palacio del príncipe. De piedra, siglo XIV, creo. ¡Una joya, señores! Desde hace siglos ese palacio está siempre ocupado por un miembro de mi familia, que es el soberano de Burgulia. Yo soy el último de la dinastía. Hoy, precisamente, el principado de Burgulia está en fiesta porque celebramos el 5 aniversario de mi coronación. Esta mañana, cuando montado en mi caballo blanco pasé revista a la guardia real, el pueblo prorrumpió en gritos de júbilo. Y todos aclamaron a su príncipe. Fue algo verdaderamente hermoso. Bueno, mi gobierno es paternal, a la antigua, ¿comprende? Feudal se decía antes. Nadie discute en Burgulia las decisiones de su príncipe. Pero lo cierto es que los diez mil habitantes del principado viven felices bajo mi autoridad. No les oculto a ustedes… eso sí, que en los últimos años ha surgido una pequeña minoría disidente y revolucionaria. Parece que el jefe es un muchacho estudiante. (El estudiante se sobresalta.) Mi vida, después de todo, es amable. No me quejo. Por lo general paso los otoños en París. Es una delicia París en otoño, ¿verdad? Los teatros, las fiestas, los restaurantes, los desfiles de modas. Tengo allí algunas amistades muy interesantes. Los veranos vivo en mi casa de la Costa Azul. Tengo un pequeño yate en Montencarlo. Unos cuantos coches y sobre todo caballos. Los caballos son la pasión de mi vida… Bien, ya lo sabe usted todo señor. El príncipe de Burgulia no tiene secretos para usted (al profesor).
PROFESOR. Gracias pero…
PRÍNCIPE. Por cierto, yo también soy muy curioso. ¿Quién es usted, señorita?
BETTY. ¡Oh, alteza! Yo no soy mas que una chica como muchas.
PRÍNCIPE. En todo caso, una preciosa chica, como pocas.
BETY. (Se ríe.) ¡Oh, no!
PRÍNCIPE. Veamos. Yo pregunto y usted contesta, ¿vale?
BETY. Vale.
PRÍNCIPE. ¿Cómo se llama?
BETY. Bety.
PRÍNCIPE. Me gusta. ¿Soltera?
BETY. Naturalmente.
PRÍNCIPE. Bravo, como yo. (Se ríen los dos.) Y, ¿qué hace usted en la vida?
BETY. (Encantada.) Nada.
PRÍNCIPE. Pero, ¿nada, nada?
BETY. Nada. Bueno, procuro pasarlo fantásticamente bien. Bailo todas las noches hasta la madrugada. Monto a caballo todas las mañanas y a cualquier hora, en carretera, piso el acelerador y pongo el coche a 160.
PRÍNCIPE. ¡Soberbio! ¿Y todavía dice que no hace nada, señorita? Usted lleva una vida sencillamente terrible.
BETY. Bueno, tengo un padre millonario. Eso es todo.
PRÍNCIPE. Enhorabuena.
BETY. Un padre fabuloso, que me adora y que me dice todos los días: “Vive, hija mía. Vive aprisa, muy aprisa. No pierdas ni un solo minuto. La vida es corta. Hay que aprovecharla al máximo. Vive, vive, ja, ja, ja”.
PRÍNCIPE. Admirable filosofía.
BETY. ¿Le gusta?
PRÍNCIPE. ¡Cómo no! Es casi la mía.
BETY. ¡Fantástico! (Se ríen los dos.)
PRÍNCIPE. Señorita…
BETY. ¿Qué?
PRÍNCIPE. ¿Está usted enamorada?
BETY. Pero claro, ¿no sabe? Yo me enamora todos los días…
PRÍNCIPE. ¡No!
BETY. ¡Sí!
(Estallan en una carcajada.)
ESCENA VII
MADAME. ¡Vamos! Pero qué descarada y qué fresca es esta chica…
BETY. ¿Cómo? ¿Qué ha dicho la abuelita?
MADAME. ¿Quién? ¿Yo? ¿Abuelita yo? ¡Oiga!
BETY. ¡Váyase usted a paseo!
MADAME. ¡Descarada!
LARRY. Madame, por favor…
PRÍNCIPE. Señorita…
(Hay un embarazoso silencio.)
ESTUDIANTE. ¿Me toca a mí ahora? Yo importo poco, de veras. Además, si quieren saber la verdad les diré que ustedes no me gustan.
TODOS. ¿Cómo?
ESTUDIANTE. ¡No! No me gusta usted, señor Larry Ludson porque usted es vanidoso, un payaso grotesco que no vive más que para satisfacer su vanidad egoísta. Usted no vive para su público. Usted vive de su público, explotando la estupidez de la gente para llenar sus ridículos bolsillos.
LARRY. ¿Cómo? ¿Qué dice?
MADAME. ¡Señor! Este chico es un bárbaro.
ESTUDIANTE. No se escandalicen. Tampoco me gusta usted, señora, porque la encuentro tonta, presumida, y sobre todo hipócrita. Usted no es ninguna benefactora de la humanidad. Bajo el manto de la caridad usted es una absurda presumida.
MADAME. ¡Grosero!
ESTUDIANTE. ¡Cállese, hipócrita!
BETY. ¡Imbécil!
ESTUDIANTE. Cállese usted también, odio las coquetas frívolas e insustanciales como usted, verdadera gangrena de la sociedad.
BETY. ¡Estúpido!
ESTUDIANTE. ¡Bah!
PRÍNCIPE. No le hago caso…
ESTUDIANTE. ¡No le haga caso! Los seres más despreciables que existen son aquellos que tienen en su mano todo para hacer el bien, y solo viven para satisfacer su egoísta persona.
PROFESOR. Muchacho, ¿de veras nos odia a todos?
ESTUDIANTE. Lo peor de todo es que me odio a mí mismo con todas las fuerzas de mi alma… (cubriéndose el rostro con las manos, llora.)
PROFESOR. ¿Por qué?
ESTUDIANTE. ¿No lo sabe? Soy un asesino…
TODOS. ¿Cómo? ¿Qué?
ESTUDIANTE. (Sollozando.) Sí, he matado al príncipe de Burgulia.
TODOS. ¿Qué? (Todos miran al príncipe.)
PRÍNCIPE. ¿A mí? ¡Dice que me ha matado a mí!
MADAME. ¡Jesús!
BETY. Está loco.
TODOS. (Menos el profesor.) ¡No! ¡Ja, ja, ja!
MADAME. ¡Qué locura!
PRÍNCIPE. ¡Es un loco!
TODOS. ¡Un loco…!
(El estudiante está todo el rato con el rostro entre las manos, el profesor lo mira con afecto, y de repente se levanta.)
PROFESOR. ¡Cállense!
(Silencio total.)
(Todos murmuran contra él.)
PROFESOR. ¡Basta! ¡Cállense! ¡No se rían más! ¡Les digo que no se rían!
MADAME. ¡Oiga, aguafiestas! ¿Qué le ocurre?
BETY. Pero que impertinente es este sujeto…
PROFESOR. (Mirándolos con angustia.) Pero, ¿cómo pueden ustedes reír así? ¿Es que están locos? ¿Es que todavía no han comprendido? ¿Es que aún no se han dado cuenta? Piensen un poco, se lo suplico…
MADAME. ¡Y dale! Pero, ¿en qué tenemos que pensar?
PROFESOR. Madame.
MADAME. ¿Qué?
PROFESOR. Príncipe, señorita, Larry Ludson. Miren en torno suyo. Miren dentro de sí mismos. Mírense los unos a los otros. ¿No se dan cuenta del enorme misterio que nos rodea? ¿Por qué hemos emprendido este viaje que no sabemos dónde empezó ni adonde nos lleva? ¿Adonde vamos? ¿Dónde estamos? ¿Qué es esta sala de espera? ¿Cuál es la estación término? ¿Por qué hemos venido a parar aquí? ¿Qué habrá detrás de esa puerta?
PRÍNCIPE. ¿Por qué pregunta usted todo eso?
PROFESOR. Piense, se lo suplico. Están ciegos. Abran los ojos… Larry Ludson.
LARRY. Dígame.
PROFESOR. Piense, recuerde. Haga un esfuerzo. ¿Qué es lo último que usted recuerda?
LARRY. ¿Yo?
PROFESOR. Sí, usted, Larry Ludson, usted.
LARRY. Yo estaba filmando una película. “El mayor circo del mundo”. Hacía el papel principal, el de un famosísimo payaso. Estaba en la pista, haciendo reír, como es normal. El público estaba entusiasmado. Aplaudía y se reía como nunca. Yo me sentía fabulosamente feliz, veinte años más joven. Casi casi estaba un poco borracho de felicidad. Podía demostrar al mundo que Larry Ludson es todavía el indiscutido, el de siempre, el mejor. De pronto me llamaron para mi número. Levanté la vista hacia la gran bóveda del circo mundial de Hamburgo. Allí estaba todo dispuesto para mi actuación, que yo había exigido en directo, auténtica, y sin doblajes. El alambre tirante. La pequeña plataforma de plata con cascabeles. Y una escala de cuerdas colgando para que yo subiera hasta allá, hasta lo más alto. Era la ocasión de mi vida. O triunfaba o fracasaba para siempre. Mi apoderado, el pobre señor Rigaud me gritó: “¡No subas, Larry, no subas! ¡Por Dios te lo pido!”. Entonces yo me volví y le sacudí una tremenda bofetada. Me puso nervioso. Estaba harto de oírle y subí la escalera aprisa, aprisa, como cuando tenía 20 años. Estaba encendido de entusiasmo, de ira y de nervios. Cuando llegué a lo más alto y pisé la plataforma de plata, todos los cascabeles sonaron a la vez. Era una música maravillosa. Entonces, se hizo un gran silencio. Empecé a avanzar poco a poco por el alambre. ¡Se estaba rodando en directo mi proeza! Larry Ludson andando por el alambre, como en sus años mozos. Abajo, las cámaras y todos mis compañeros conteniendo la respiración, muertos de envidia. Y entonces, de pronto… (Se calla, se espanta.)
PROFESOR. ¿Qué?
LARRY. ¡No! ¡Cielo santo! ¿Qué ha pasado? ¿Por qué gritan? ¡No! ¡Eso no! ¡No quiero! ¡No es verdad! ¡No puede ser! (Mira a todos y se dirige a la puerta y la golpea con los puños.) ¡No quiero! ¡No quiero! (Solloza impotente.)
ESCENA VIII
MADAME. Yo estaba en mi piso de la Rue Rachel. Sola. Siempre estoy sola, como todas las noches puse un disco. ¿Qué disco era? Quizá la “viuda alegre”, ¿por qué? No sé. Los gatos iban y venían por todas partes, tengo 12 gatos, ¿saben? Ah, los gatos son unos animalitos dulces, perezosos, llenos de encanto y de misterio. Y me puse a contar el dinero. Todas las noches cuento el dinero. Es un placer que a nadie hace daño, ¿verdad? Esa noche, no sé por qué, me puse a pensar en qué había hecho de mi vida. La verdad es que he hecho mucho bien a la humanidad. No sé por qué me sentí de pronto tan insatisfecha… Quizá al pensar en el origen del destino de mi dinero. ¡Oh, perdón…! El caso es que sentí de pronto, sin saber cómo, algo así como una aguda punzada, seguida de un vahído. Y enseguida, sueño, mucho sueño, un sueño terrible. (Se calla.) Cuando desperté me encontré sola, sentadita en un departamento de ese tren que nos ha traído hasta aquí. Pero, ¿por qué? ¿Por qué he emprendido yo este absurdo viaje? ¿Por qué estoy yo aquí ahora, con ustedes? No lo entiendo. ¿O es que…?
PROFESOR. Sí, madame, ha ocurrido lo que usted se teme…
MADAME. ¡No! ¡Dios mío, ten piedad de mí! (Solloza convulsivamente.)
ESCENA IX
BETY. No entiendo nada de lo que nos pasa. Recuerdo, eso sí, que ayer cenamos en el “Astoria Club”, un restaurante nuevo que está en la playa, a la misma orilla del mar. Hacía una noche de luna maravillosa. Los otros se fueron a bailar pero yo estaba harta de bailar y conmigo se quedó Marcel. Marcel es el marido de Katy. Bueno, Katy y yo somos amigas de toda la vida, ¿saben? Desde niñas, desde que estuvimos juntas en aquel internado de Suiza. Pero yo, ¿por qué lo voy a negar? Odio a Katy con toda mi alma. No lo puedo remediar. Es tonta, vanidosa, pedante y bastante estúpida. Pero en cambio, ¡ay, sí! Adoro a Marcel. Es un hombre tan guapo, tan desenvuelto, tan fascinante. Enseguida me di cuenta que la ocasión era única para jugarle una buena trastada a Katy. Y entonces invité a Marcel a dar un paseo por la carretera en mi coche nuevo. Un coche fabuloso, rojo, brillante, estupendo que papá me había comprado justo hace unos días, para mi cumpleaños. Bueno, no sé si ya les he dicho que mi papá siempre me está regalando coches. Es una manía graciosa, ¿verdad? A Marcel, que es un pájaro, le hizo mucha gracia la idea del paseo. Y subimos al coche. Pisé el acelerador y en unos minutos me puse a 120. ¡Oh, con un coche así es fácil! Enseguida a 130 y de pronto, Marcel me quiso besar. ¡Figúrense ustedes! ¿Qué puede hacer una muchacha con un volante entre las manos y el coche a 130, si un hombre tan fuerte y tan terco, como Marcel, se empeña en besarla? Nada. Una no puede hacer nada, absolutamente nada. Yo me eché a reír con toda mi alma. No sé por qué me acordó de Katy y de su insufrible superioridad. Y cada vez me daba más risa… (se para perpleja.) Y de pronto, no sé lo que pasó, se me escapó el volante de las manos, como si alguien se lo llevara brutalmente. Oí un estrépito espantoso. Y un golpe terrible, aquí en el pecho, y luego, silencio. Y la voz de Marcel gritando: “¡Bety, Bety, di algo! ¡Di algo! ¡Bety, Bety!” (Se calla con los ojos desorbitados.) Dios mío, ¿qué pasó? ¿Por qué? ¡Papá! ¿Dónde estoy? ¡Papá! ¡Quiero vivir, quiero vivir! ¡Papá!... (Solloza.)
ESCENA X
PRÍNCIPE. El viejo palacio de piedra de Burgulia, allá en lo alto de la montaña, resplandecía como un ascua de luz en medio de la noche. Todas las antiguas lámparas de cristal de todos los salones se hallaban encendidas. Todo estaba lleno de rosas y tulipanes traídos de los más hermosos jardines del principado. Se celebraba el gran baile de gala. Habían llegado invitados de todos los lugares del mundo. Era el quinto aniversario de mi coronación. En el fantástico salón rojo de la princesa Catalina, las luces, las músicas, el perfume de tantas flores, y las risas alegres de mis invitados me hacían sentirme profundamente eufórico. Yo bailaba con mi prima Alicia, que había sido mi último amor unos meses antes en la Riviera. Recordábamos juntos mil cosas absurdas y deliciosas, porque el amor es así, absurdo y delicioso, y nos reíamos. Y entonces fue cuando en el gran salón rojo de la princesa Catalina estalló un enorme revuelo. Todos gritaban. Alicia se escapó de mis brazos y huyó no sé adonde. Me rodearon los oficiales de mi guardia y ante mí se plantó un muchacho con los ojos brillantes, como un loco, con una pistola en la mano… (Se calla y mira al estudiante.) ¿Eras tú?
ESTUDIANTE. Sí, era yo. (Pausa.) Esa misma tarde, en un café, se reunió el comité de los conspiradores, y por sorteo fui yo el elegido para matar al príncipe aquella misma noche, en el baile de gala del Palacio. Me escondí entre árboles del jardín hasta que se hizo de noche. Temblaba de piedad. Después de todo fue muy fácil, increíblemente fácil, absurdamente fácil. Apenas empezó el baile salté por un ventanal del salón de la princesa Catalina y allí estaba el príncipe; risueño, inconsciente, y alegre, como siempre, casi maravilloso, con una hermosa muchacha entre los brazos vestido con su uniforme de mariscal. Corrí atropellando todo, como un ciego, y llegué hasta él. Me miró sonriente. En aquel momento no sé por qué sentí un inmenso deseo de gritar: “¡Huye, Príncipe, escapa! ¡Corre! ¿No ves que tengo una pistola y voy a matarte? ¡Vete, por favor, vete! No dejes que te mate. ¡No permitas que yo me convierta en un asesino! ¡Sálvame, príncipe, sálvame! ¡Eres tú quien tiene que salvarme a mí! ¿No lo entiendes? ¡Huye! ¡Vete!” (Silencio.) Pero no se fue. Se quedó ahí quieto, mirándome y sonriendo. Y yo disparé. Luego ya no recuerdo nada, quise disparar, pero me cerraron el paso. Gritaban. Se oyeron muchos disparos… (Estremeciéndose.) ¡Dios mío! ¿Por qué? ¡Si yo no quería! ¡Soy un asesino y quería el bien de mi pueblo, sólo eso! Pero no quería ser un asesino. ¡Soy un asesino! (Solloza.) ¡Príncipe!
PRÍNCIPE. (Amablemente.) ¿Qué quieres, muchacho?
ESTUDIANTE. ¿Por qué no huyó cuando me vio llegar con la pistola en la mano?
PRÍNCIPE. Oh, no pude… De veras.
ESTUDIANTE. Pero, ¿por qué?
PRÍNCIPE. Porque un Príncipe de Burgulia no debe huir nunca ante el peligro. ¿No lo sabías? Es la tradición. Y créame que lo siento. Me hubiera gustado mucho hacerte ese favor…
ESTUDIANTE. Yo quería hacer algo a favor de mi pueblo. Yo creía que su alteza era inconscientemente un explotador del pueblo. Yo quería hacer algo…
PRÍNCIPE. ¿Me odiabas mucho?
ESTUDIANTE. Sí, porque su alteza tenía en sus manos el hacer el bien, y no lo hizo. Yo sufría al ver sufrir a mis padres, a los obreros…
PRÍNCIPE. Tienes razón. Yo también quería hacer mucho bien a mi país. Todos me decían que me querían mucho, que Burgulia era un país modelo. Yo creía que todos eran felices. Es cierto, mis caprichos salían de los impuestos que recaían sobre el pueblo… Y algunos se quejaban… Pero yo quería hacer el bien… Más tarde, cuando hubiere disfrutado de la vida. No sé por qué fui tan egoísta… Mi inconsciencia me ha costado la vida.
ESTUDIANTE. Lo siento. Yo también creo que me equivoqué de camino.
PRÍNCIPE. Sí. No se puede llegar a la justicia por el camino del crimen. Tú también has dado tu vida por un ideal equivocado. Pero por lo menos eras sincero. (Silencio.)
ESCENA XI
LARRY. Pero, ¿qué es esto? Entonces, ¿es que ya no vivimos? ¿Ha muerto Larry Ludson? ¡No, Larry Ludson no puede morir! Larry Ludson no quiere morir, Larry Ludson debe vivir para su público.
ESTUDIANTE. Larry Ludson no ha vivido más que para Larry Ludson. Para Larry Ludson los demás, a los que llama público, no son más que peldaños de una escalera para subir más alto, porque para Larry Ludson la vida es fama, aplausos, premios, honores, es decir, vanidad, orgullo, nada… como para todos ustedes.
LARRY. ¡Calla! No me hagas sufrir más.
MADAME. Yo he vivido para los demás. He pertenecido a todas las sociedades de beneficencia de categoría de París, y he dado mi vida para ellas.
ESTUDIANTE. Sí, para las cenas de gala, las mesas de cuestación, las conferencias elegantes… Usted ha aparentado vivir para hacer el bien. Porque eso está bien visto y le permitía llevar una vida social y mundana agradable. Pero no bastan las apariencias. En el fondo usted no amaba ni a los obreros, ni a los pobres, ni a los desgraciados, sino a las sociedades elegantes que hacen bailes de gala para la lucha contra el cáncer, pero que serían incapaces de cuidar una sola noche a un solo enfermo.
MADAME. ¡Silencio, maleducado! Oh, no quiero escucharle…
BETY. Yo no he hecho mal a nadie. Pasarlo bien. ¿Es malo? Yo creía que así es la vida. Unos son ricos y otros pobres. Unos lo pasan bien y los otros mal, mala suerte…
PRÍNCIPE. Pero no es así, señorita. Aunque no nos demos cuenta, todos somos responsables de todo. Nuestras vidas han sido todas inútiles… ¿Verdad profesor?
PROFESOR. Es curioso. Yo no me acuerdo cómo fue. ¿Qué pasó? Ni siquiera sé si me di cuenta…
ESCENA XII
(Aparece el jefe de estación.)
JEFE. A veces es así, señor profesor. Sin agonía y sin dolor. La vida se va sin ruido, de puntillas, sin avisar, casi casi a traición…
PROFESOR. ¡Hable! Siga. Usted tiene el secreto. ¿Dónde estamos? ¿Qué estación es ésta?
JEFE. Usted ya lo sabe, señor profesor. Esta es la última estación. La estación término. Aquí acaban todos los caminos de la vida…
(Gran tensión y expectación en todos.)
PROFESOR. Oiga…
JEFE. ¿Sí?
PROFESOR. Y ahora, ¿qué va a pasar? ¿Por qué estamos aquí?
JEFE. Esta es la sala de espera. Dentro de unos instantes, los viajeros serán llamados de uno en uno. Deben explicar qué hicieron de su vida. Es un trámite obligado. ¿Comprende? Y cada uno tendrá que explicarse. Algo así como una rendición de cuentas. (Un gran silencio.) Los que pueden sentirse satisfechos de su vida, no tienen nada que temer…
PROFESOR. Pero, ¿y los otros?
JEFE. (Serio.) Los otros…
BETY. ¡No! Yo no tengo la culpa. ¡Papá! ¿Por qué me has engañado? ¿Qué has hecho de mí? Por favor, déjame volver a casa. ¡Déjame volver! ¡Déjame volver!
JEFE. Para este viaje, no existen billetes de vuelta…
LARRY. Escuche, por favor. Yo soy Larry Ludson, un hombre importante, famoso, he hecho felices a los hombres con mi arte. Debe haber un error, puedo volver y repartir mi dinero entre los pobres, lo haré todo gratis. Por favor, tiene que haber una solución. Yo debo salir de aquí. ¡Por favor!
JEFE. Demasiado tarde…
MADAME. Tengo miedo. Siempre he tenido miedo. Guardaba dinero, acumulaba joyas por miedo a la vejez… Déjeme solo que arregle unas cositas. Puedo firmar estos cheques y resolverlo todo. Olvidé dejar en mi testamento que todo lo mío fuera para las fundaciones benéficas en las que colaboré. No me dio tiempo.
JEFE. Señora, su miedo a la vejez no tiene sentido. Sólo hay algo que temer… y es precisamente el que no nos dé tiempo…
PRÍNCIPE. Es así. El que no nos dé tiempo. El dejar nuestro deber para mañana.
JEFE. Esa es la gran verdad. Unos viven sólo para sus intereses egoístas (señala a Bety) ni siquiera saben que se puede vivir para los demás. Otros creen vivir para los demás y viven para su gloria (a Larry). Otros hacen creer que sirven a la humanidad; pero se contentan con aparentarlo. Otros podrían hacer mucho bien, pero lo dejan para más tarde (al príncipe) para un día que nunca llega. Otros, deseosos de vivir para un ideal son engañados y manipulados (al estudiante) estropeando así tan hermosas posibilidades de una vida fructífera y positiva…
ESTUDIANTE. ¿Y yo qué? Oiga señor, ¿qué ocurre con los asesinos?
JEFE. La vida es para los que respetan la vida. La propia y la ajena.
PROFESOR. Entonces, yo he perdido mi vida buscando la fórmula de la destrucción. Para mí será terrible, ¿verdad? (El Jefe le mira y calla.) Porque hay alguien más allá de la estación término. Alguien con quien encontrarnos, al otro lado de la sala de espera…
JEFE. Pero, ¡naturalmente! ¡Señor profesor! Si no hubiera nadie ni nada, la vida sería una estafa colosal. ¡Oiga! ¿De verdad no lo sabía? Usted tan inteligente, tan sabio, es increíble…
PROFESOR. Lo sabía. Pero no quería saberlo…
JEFE. Lo siento. ¿Por qué tanta gente se olvida de lo más importante? (Silencio.) Señores viajeros, ha llegado el momento…
(Se abre una puerta llena de luz y van entrando. Se oscurece todo.)
ESCENA XIII
(El profesor dormido en la sala de espera de la primera estación. Se sobresalta y despierta a la llegada de algunos viajeros. Entra un obrero. Se sienta fatigado, al lado del profesor, que sigue durmiendo. Entra un anciano.)
ANCIANO. Ave María purísima. Buenas.
OBRERO. ¡Hum!
ANCIANO. Qué manera de saludar. Si no digo yo que…
(Entra una mujer con unos niños.)
MUJER. Niño, estate callado y quieto. Buenas noches.
ANCIANO. Buenas noches nos dé Dios.
MUJER. Oiga, señor, ¿puede usted decirme a qué hora sale el tren para París? Es la primera vez que voy y estoy asustada.
NIÑO. Mi papá trabaja en París.
MUJER. Niño, cállate, por favor, no me dejas hablar. Usted, ¿no irá también a París por casualidad?
ANCIANO. Sí señora, a casa de mi hija casada con un francés. Rue de la Violette, n° 18, 7° Izq., París 20, Francia.
MUJER. ¡Qué suerte! Porque yo solita me veía perdida.
NIÑO. Es que mi papá ha dicho que no podría venir a esperarnos a la estación, que el patrón no le deja. Mi papá es albañil…
MUJER. Niño, cállate. No molestes a la gente.
ANCIANO. Si no me molesta. Yo ya tengo 9 nietos. ¡Ay, señor, y dos que no conozco aún! Es que yo paso un año en casa de cada uno de mis dos hijos, desde que falta mi esposa, que en paz descanse. Y va ya para 6 años. Y ahora mi hijo el pequeño le han despedido del trabajo por no sé qué asuntos: y como en casa del mayor, pues como ya tiene 5 criaturas… Total que voy a ver si puedo quedarme en casa de mi hija, aunque no me ha contestado. Yo ya le decía que se quedara, que no se fuera a París, que donde comen 3 comen 4, pero ella, erre que erre, y ¡qué le vamos a hacer! Ahora me dice que se ha casado con un francés, ¿no te digo? ¡Ay, señor, adonde vamos a parar!
(Entra una pareja de recién casados.)
ELLA. ¿Tú crees que París será bonito?
ÉL. Que sea como quiera. Eso es lo de menos.
ELLA. Me vas a hacer una foto en la Torre “Infiel”.
ÉL. Una docena.
ANCIANO. Señor, pero qué mal educados, ni siquiera saludan al personal.
MUJER. ¿Qué quiere usted? La juventud…
ANCIANO. La juventud está perdida…
(Ellos lo oyen y se callan. Silencio.)
ANCIANO. (Al obrero.) Oiga, ¿me puede decir qué hora es?
OBRERO. No tengo reloj.
NIÑO. Mi papá me va a comprar uno de verdad.
MUJER. Niño, cállate.
ANCIANO. (A él.) Oiga, joven, ¿me podría decir la hora?
ÉL. Anda, pues me he dejado el reloj en el hotel… (Mirándose.)
ELLA. ¿De veras?
ÉL. De veras. En el cuarto de baño.
ELLA. Bueno, y ¿qué falta nos hace?
ÉL. Eso, (ríen los dos.)
ANCIANO. ¡Qué cabezas! ¡Ay señora! El mundo está loco de atar.
MUJER. (Suspirando.) Son jóvenes. (Preocupada.) ¿Cuándo saldrá el tren? A ver si lo perdemos.
OBRERO. No se preocupe, que yo también voy a coger el mismo.
MUJER. Gracias, es que estoy nerviosa.
ANCIANO. Nada, y sin saber la hora. Ya podrían poner relojes en las estaciones, que con lo que nos cobran…
ÉL. ¿Salimos fuera?
ELLA. Vale.
ANCIANO. ¿Y este señor, allí, durmiendo a pierna suelta? ¡Qué frescura!
MUJER. Estará cansado.
VOZ. Señores viajeros, el tren con destino a París efectuará su salida dentro de breves minutos, en el andén n° 2.
ANCIANO. Vamos, señora, corra.
MUJER. Niños, no os soltéis de mí, vamos.
(Salen todos, el profesor sigue durmiendo.)
ESCENA XIV
(Llega el jefe de estación.)
JEFE. Vamos, señor profesor, que le están esperando.
PROFESOR. ¿Esperando? (Sobresaltado.) ¿Qué dice?
JEFE. ¡Que se ha dormido usted!
PROFESOR. ¿Que me he dormido?
JEFE. Pues claro, hale, en marcha. La avería está reparada.
PROFESOR. ¿La avería?
JEFE. Sí, la avería. El tren partirá dentro de 5 minutos.
PROFESOR. ¿Qué tren?
JEFE. Pues el tren de París, su tren. ¿Ha olvidado que dentro de unas horas le esperan unos señores muy importantes?
PROFESOR. Pero entonces… es que he estado soñando…
JEFE. ¡Ah! ¿Sí?
PROFESOR. Ha sido un sueño, un sueño nada más. Oiga, ¿qué puerta es esa? ¿Adónde lleva?
JEFE. ¿Esa puerta? Esa puerta lleva al andén.
PROFESOR. ¿De veras?
JEFE. ¡Claro! Pero, ¿le ocurre a usted algo, profesor?
PROFESOR. (Sonríe.) No, nada. No me ocurre nada. Gracias. (Se levanta.)
JEFE. Entonces, dése prisa. Tome, no olvide su cartera.
PROFESOR. (Deteniéndose.) Ah, mi cartera. (Se queda pensativo.) Buen hombre, ¿quiere usted hacerme un gran favor?
JEFE. Naturalmente, estoy a sus órdenes.
PROFESOR. Gracias. Entonces llame usted a París y diga a esos señores que no me esperen.
JEFE. ¿Cómo? ¿Y no va usted a París?
PROFESOR. No. Ya no voy a París. Acabo de decidirlo.
JEFE. Pero, señor profesor, le esperan, ¿qué van a pensar?
PROFESOR. No importa. Lo que importa es lo que voy a hacer no yendo a París. Mire, aquí se acaban 20 años de mi vida. (Saca unos papeles de la cartera y los rompe a trocitos y los echa a la estufa.)
JEFE. ¿Por qué ha hecho usted esto, señor profesor?
PROFESOR. He perdido mi vida hasta ahora, buscando un arma para destruir a la humanidad. Ahora, voy a dedicar lo que me queda de vida para ayudar a salvarla.
JEFE. Señor profesor, ¿sólo por un sueño?
PROFESOR. Bueno, quizá no sea sólo por un sueño. Quizá sea también un poco, por los ancianos que nadie puede cuidar con cariño, los obreros agotados, las esposas de los que tienen que emigrar de su tierra, los niños que todo lo preguntan y todo lo aprenden, los recién casados, que piensan que la vida es de color de rosa, los estudiantes que, buscando un ideal, sólo encuentran consignas de un partido, los jóvenes irresponsables e inconscientes, las mujeres frustradas que en ninguna parte encuentran equilibrio, esa juventud que sólo piensa en divertirse sin pensar en su destino y su mañana, los adultos vanidosos e hipócritas… Por todos aquellos que han emprendido el viaje de la vida y que yo quisiera, como usted, que llegasen todos a un mejor destino. Me quedo por eso, y por mucho más que he aprendido… en una sala de espera.